A raíz de la reciente publicación en este Diario on-line de mi trabajo sobre automóviles clásicos y antiguos, varias personas entre los cuales figura mi hermano Ramón Antonio me sugirieron que el mismo debió  incluir el efecto de las sirenas sobre la población de entonces que tal vez explicaría el pánico que el avistamiento frontal del viejo camión de bomberos me provocaba.

Por otra parte es toda una casualidad que al escribir  sobre un tema cualquiera siempre me ocurre que al leer una revista, un libro, ver la televisión o escuchar la radio encuentro de forma involuntaria informaciones relacionadas a lo que escribo o acabo de publicar, y con respecto a los vehículos añejos debo hacer constancia de algo sucedido al capo colombiano Pablo Escobar.

Pues bien, en el Santiago de finales años cuarenta y de los cincuenta del siglo pasado, dos toques de sirena pautaban el alistamiento al trabajo, el almuerzo y el final de la jornada laboral: la de la Compañía Anónima Tabacalera – o La Habanera como antes se conocía – y la de un aserradero localizado en la margen oriental del río Yaque del norte.   La primera era la más sonora y de mayor preponderancia.

No era necesario consultar el reloj para saber cuando era las 7:30ª.m., las 12 meridiano, las 2 y la  5p.m.  no diferenciándose ni por su extensión e intensidad los toques en las horas antes mencionadas.  Desconozco si en estos últimos tiempos éstas acústicas advertencias siguen aún vigentes, siendo tal el carácter ritual que poseían entre la población, que al mediodía y al final de tarde muchos hombres al escucharlas se quitaban el sombrero.

Para los que residíamos en las proximidades del Diario “La Información” situado en la calle Máximo Gómez, a finales de los cuarenta y muy al principio de los cincuenta con frecuencia oíamos la sirena del mismo que era en realidad una convocatoria a la ciudadanía para que acudiera a su sede, donde en una pizarra y en letras manuscritas, aparecían las últimas  noticias de interés tanto nacional como internacional.

La suspicaz ocurrencia de voraces incendios en el llamado casco antiguo de la ciudad no es cosa de los últimos años, recordándose en mi época los fuegos de las ferreterías Catinchi y Peña respectivamente – parecidos al de Bellón, otra ferretería, en el 2010 – resultando inolvidable el constante ulular de aquel pequeño camión apagafuegos cuya visión de frente me aterraba.

Enantes las sirenas vehiculares de los bomberos y las ambulancias eran las únicas escuchadas en toda la ciudad, pues la policía y mucho menos los automóviles de funcionarios gubernamentales o allegados al régimen – una plaga en la actualidad – jamás accionaban las suyas, salvo la escolta que en poderosas Harley Davidson franqueaban el paso de la limosina del dictador cuando este visitaba la capital del Cibao.

En consecuencia tres alertas sónicas perturbaban el ánimo de los santiagueros y las mismas proclamaban la existencia de desastres: incendios, calamidad sanitaria y la presencia del tirano.  Por ello cuando los viandantes las escuchaban se detenían, a veces se descubrían, miraban con aprensión las ambulancias o el carro bomba dándoles a éstos sin pestañear un minucioso seguimiento hasta que desparecían de su campo visual.

Tanto para el autor de este artículo como para muchos amigos consultados al respecto el momento más dramático del toque de sirenas era cuando su intensidad sonora descendía pero antes de llegar al silencio total retomaba, reemprendía de nuevo su potencia inicial.  Suponíamos que ello obedecía a que el fuego se había extendido, el enfermo se estaba  agravando o que Trujillo se estaba aproximando.

En el pánico desatado al ver de frente al antiguo camión de los bomberos de la ciudad también intervenía ese crescendo de la intensidad cuando accionaba su sirena.  En mi particular miedo al carro fúnebre de entonces, además de sus grandes y redondos faros delanteros, contribuía sin duda el hecho de llevar en su interior un difunto – evitaba verlos dentro del ataúd-, los rezos y cánticos del cortejo y su macabra tonalidad negra.

Para concluir de momento el asunto de los carros antiguos debo señalar que a menudo rememoro los adornos de la época tales como rabos de zorros y cisnes en el extremo del bonete, visera en el parabrisas, neumáticos de blancas bandas con chapaletas detrás de las mismas y en ocasiones pestañas metálicas encima de los faros delanteros entre otros.  La customización y tunning de los automóviles, tan del agrado para los millenials, no lo son para mi.

El toque de las campanas de Santiago, al igual que los carros clásicos y la sirenas, forman parte del imaginario de la población que a la hora actual supera los 55 años de edad, y cuando hablo de ellas me refiero a las de la Iglesia Mayor, La Altagracia, San Antonio y San José, éstas dos últimas de menor cobertura urbana.  En la ciudad corazón no existía ni existe un reloj público con un carillón para anunciar las horas del día o la noche.  El de la fortaleza San Luis no tenía.

Me interesé por el tema cuando hace poco un amigo y colega me comunicó verbalmente que tocar campanas estaba prohibido, pero una llamada al Arzobispado y otra al párroco de la iglesia del Carmen aquí en Santo Domingo desmintieron tal información.  A juicio de las autoridades eclesiásticas esta proscripción jamás ha existido y la ciudadanía puede dar fé y testimonio de que todavía subsiste esa tradicional práctica.

Todos los creyentes de obediencia romana saben que el toque de las campanas eclesiales representa todo un código, un lenguaje, siendo los más conocidos los de misa, el ángelus, aviso de fiesta mayor, de difuntos, ave maría, repique, de arrebato entre otros que revelaban a los habitantes de una comunidad acontecimientos vinculados a festividades sociales, la liturgia o a los fastos de la Cristiandad.

Por un toque específico de campana recuerdo cuando en la catedral se esperaba la entrada de un difunto; el sexo del fallecido; si había muerto en la mañana o después del mediodía, debiéndose estar muy atento para poder captar estas sutilezas.  Conocía de vista algunos campaneros cuyo oficio en la actualidad se encuentra en fase de extinción por el uso cada vez más extendido y práctico de las nuevas tecnologías en su trabajo.

La introducción de la electrónica y la digitalización en este antiguo quehacer hará que el sonido de las campanas sea siempre el mismo y no como antes que obedecía al temperamento del campanero, a su estado de ánimo, en fin, a los vaivenes de su humor.  Lo mismo tiene lugar en los estadios de beisbol donde el himno nacional ya no es interpretado por una banda de música sino mediante una grabación.

En los países de religión musulmana, la plegaria ritual a la cual son llamados sus fieles cinco veces al día no se hace a través del toque de campanas, sino en virtud de una quejumbrosa, nostálgica voz emitida por un muecín desde lo alto de uno de los minaretes de la mezquita.  Esta convocatoria es mucho más conmovedora y patética que la lograda gracias al tañido de las campanas, aunque también los avances tecnológicos están eliminando este oficio.

El claxon o bocina eléctrica de los automóviles  era para los jóvenes hoy envejecientes una indicación sonora inconfundible para identificar las marcas de entonces.  Sin verlos podíamos reconocer si un vehículo era Ford, Chevrolet, GMC, Internacional o Volkswagen con solo escuchar sus bocinas, a pesar de que el uso de cornetas dobles niqueladas atornilladas sobre uno de los guardalodos delanteros, a la vez que ensordecían dificultaban la identidad.

No quiero omitir en este trabajo una alerta sonora muy querida por el autor desgraciadamente desaparecida del espacio santiagüero desde inicios de los años cincuenta de la centuria pasada: se trata del pitido o silbato del tren a su llegada o partida de la Estación ferroviaria ubicada frente el cementerio de la 30 de marzo, el cual hacía su recorrido hasta Puerto Plata y viceversa.  Escucharla me transportaba a un mundo de olas marinas, barcos y viajes que me marcó para siempre.

En el segundo párrafo de este artículo aludía a un hecho acontecido al narcotraficante colombiano Pablo Escobar que es el siguiente: a su muerte y en venganza a sus asesinatos y abusos sus compatriotas le dieron fuego a su extraordinaria colección de carros antiguos valorada en varios millones de dólares.  Su afición por este tipo de coleccionismo me hizo pensar que en el fondo, y al igual que todos los que tienen esta predilección, él era un nostálgico, alguien influido por querencias pretéritas.

Esto último se evidenció cuando en su hacienda “Nápoles” dispuso la construcción de un importante Zoológico – o sea coleccionaba animales – con todas las de la ley.  Importó animales exóticos del mundo entero, en especial hipopótamos.  Por qué esta última preferencia?  Porque de niño se le hizo difícil la obtención de la postalita con este animal para llenar su álbum.  Así  les sucedía a los niños de Santiago con los recordados caramelitos Zoo en los años 50.

La propagación de estos peligrosos mamíferos sólo es controlada por la sequía en su continente de origen, África, pero como en Colombia hay siempre pastizales y llueve todo el año – por ello su gran diversidad – los mismos al ser liberados a la muerte de su dueño se multiplicaron de tal manera que ocasionaron mucha letalidad entre los campesinos.  Su infantil impronta se convirtió en una catástrofe que aniquiló la existencia de varios individuos.

Quiero finalmente agradecer a los parientes, amigos y conocidos que verbalmente me felicitaron por la redacción y publicación del trabajo sobre los coleccionistas de carros viejos, sobre todo porque algunos han coincidido con mis particulares apreciaciones – parecido frontal de ciertos automóviles con la cara de determinadas personas – las cuales creía que tenían la singularidad de ser muy mías.  Señores, como bien se dice en latín nihil novum sub sole: no hay nada nuevo bajo sol.