Los desamparados existen en todos los países del mundo y Cuba no es la excepción. Durante más de cinco décadas, los medios propagandísticos oficiales regaron a los cuatro vientos que en el socialismo nadie era abandonado y que los sin techo constituían la fea mancha del sistema capitalista. Imágenes desgarradoras de hombres y mujeres de otras latitudes, hambrientos y mal vestidos, aparecían constantemente en los noticieros, y la gente tuvo miedo. Hoy, las temidas imágenes saltan de las pantallas de los televisores y se instalan en la mayoría de las ciudades y pueblos de la Isla. En vivo y en directo.
Al principio, las autoridades enviaban autobuses o patrullas policiales y recogían a los individuos que desandaban las calles en situación de miseria extrema. Después de algunas amonestaciones y advertencias, podían seguir su camino y situarse en lugares lejos de la vista pública. Siempre con mucha discreción. El prestigio internacional de un proyecto social estaba en juego.
Sin embargo y pese a las amenazas, los desamparados regresaron en compañía de nuevos «socios». Ahora realizan tertulias y protagonizan discusiones sobre cualquier asunto. Poseen sistemas de vigilancia, por si llega la policía. Piden limosnas o solicitan ofrendas para sus inseparables santos de yeso. Meten el cuerpo entero dentro de los latones de basura, pues algo debe servir. Comen lo que encuentran. Viven y mueren solos y tristes. La pena misma en persona.
En las noches frías se agrupan en los portales de viviendas y establecimientos estatales, o en sitios oscuros y en ruinas. Un cartón de cama y dos periódicos de sábana. Con eso basta. Alguien permanece despierto y avisa acerca de la posible venida de intrusos o gendarmes. El pomo de ron pasa de mano en mano y calienta las gargantas congeladas. Hablan en voz baja mientras duermen. Quizás sea un reclamo por los sueños perdidos o robados.
Desde el momento en que toman las calles como morada, abandonan sus verdaderos nombres y se reconocen entre sí mediante apodos o motes de «guerra». El pasado quedó atrás y el presente impone reglas difíciles de cumplir. La búsqueda de alimentos en tales circunstancias puede tardar horas y suele provocar malos ratos. Rechazo, ofensas, burlas… Levantan la cabeza y continúan.
Muchos los tildan de locos o borrachos de mala muerte, pero pocos se preguntan por qué se encuentran en ese lamentable estado y quiénes son los responsables de su cuidado. Las penurias económicas han roto los nervios y han empujado al alcohol a miles seres humanos en este país. Padres de familia preocupados por el sustento de sus hijos e impotentes ante la cruda realidad. Ancianos maltratados y discriminados en el seno de sus propios hogares. Jóvenes sin porvenir ni esperanzas. Lloran y sufren, y salen por la puerta trasera para nunca regresar.
Todavía hay gente que los acusa de vagos y parásitos sociales. Reclaman mano firme por parte del gobierno y abogan por una limpieza general que ponga fin al problema. Las medidas represivas no resuelven las cosas. Al contrario, las empeoran. La historia reciente tiene pruebas de sobra.
El derrumbe de viviendas y las limitaciones para conseguir un espacio habitacional decente dejan escasas opciones y los más débiles, como de costumbre, terminan encomendados a su suerte. En tanto, la calle generosa abre los brazos y da la bienvenida. Allí caben todos. Trágico destino.
En determinados poblados o núcleos urbanos de importancia, funcionan unos comedores para personas de bajos recursos y los comensales son censados de antemano. El número es reducido y la comida, por lo general, no cumple las mínimas expectativas. Además, el servicio se brinda de modo intermitente. Una semana sí y la otra…, veremos.
La Iglesia Católica, mediante programas de ayuda, reparte almuerzos y cenas en lugares específicos y los alimentos poseen buena calidad. Los dueños de algunos restaurantes privados de éxito regalan, al finalizar la jornada y frecuentemente, cajitas con comida de exquisita factura, gesto que agradecen los desamparados fijos y de paso. El apoyo y solidaridad de instituciones e individuos de noble corazón, también salvan al prójimo.
Los cubanos esperan que esas imágenes desoladoras regresen nuevamente a las pantallas de los televisores y que existan solo allí, como escenas de películas de ciencia ficción filmadas en universos lejanos. Puede que el sueño se cumpla. No hay imposibles. Depende de todos.