Qué ganas tienen algunos de que el mundo se acabe. A pocas cosas le habrán puesto más fechas de caducidad como a nuestro mundo.
¿Y será verdad que mañana se acabará el mundo? me preguntaba una doña al llegar al templo parroquial para asistir a la eucaristía. En su rostro se recogían todas las señales posibles de la preocupación, del miedo y de la angustia. Un pequeño detalle, no tan pequeño por cierto, le presionaba para tomarse en serio el asunto. El colegio en el que estudia su nieto por el anunciado terremoto fatal para la isla sus pendió las clases por varios. Increíble, increíble. Me pregunto por qué los padres no protestaron y me pregunto también si esos días de vacación se les descontarán a los padres de la mensualidad que deben pagar por la educación de sus hijos.
Ese día, me tomé la libertad de saltarme la temática que sugería la Palabra de Dios para la celebración y decidí dedicar los minutos de la homilía a tranquilizar y sosegar los agitados espíritus de no pocos de los feligreses.
Les dije que, de la misma manera que nosotros necesitamos de Dios, Él necesita de nosotros porque es Padre y todo padre, todo padre bueno, lo que quiere es lo mejor de lo mejor para sus hijos. Sin mundo Dios no sería feliz.
Les dije también que tengo la convicción de que nuestro mundo es un mundo de largo recorrido, que no hay, y ojalá los hubiera, motivos para pensar que está cercana la fecha de su caducidad. Dios hizo bueno nuestro mundo y los humanos, en nuestro afán de endiosarnos, lo hemos dañado desde los primeros tiempos, desde Adán y Eva hasta hoy. Pero es el mundo de Dios, a él le pertenece y nosotros tan solo somos administradores.
Dios no hizo la inversión de su vida, una inversión en la que se jugó hasta la vida de su propio hijo, para no obtener ningún beneficio. El tiempo, ese tiempo que muchos profetas de calamidades obsesivamente quieren acortar, es un regalo de Dios para que recompongamos el tollo en que hemos convertido nuestro mundo. Y creo que ustedes, así como, yo, amigos lectores, pensarán que las carencias y los desajustes de este planeta en el que peregrinamos penitentemente necesitan aún de muchos siglos para recuperar aquella bondad y belleza iniciales con la que Dios echó a rodar su aventura de amor por los humanos.
No, el fin del mundo no está al caer porque tenemos los deberes sin cumplir. Entre las muchísimas cosas buenas que tiene Dios, una es la de la paciencia. Nos dice el apóstol Pedro que "la paciencia de Dios es nuestra salvación". La impaciencia de Dios, por el contrario, sería nuestra fatalidad.
Dejémonos de tanta tontería y fajémonos a trabajar por mejorar este mundo por el Jesús de Nazaret, el Cristo, dio la vida. Ciertamente este mundo tendrá su final, pero será el día que el Salvador venga a recoger los frutos de su sangre derramada, no hoy.
No hagamos inútil el amor de Dios ni estéril la redención de su Hijo.