En otros tiempos, estaría pensando en unirme al jolgorio en que está inmerso la mayoría de un pueblo incauto, falta de educación y carácter, que por aquello de ser medianamente adocenado, no aspira a otra cosa que no sea, sumirse en el hedonismo absurdo que contrae sus miserias y desnuda su inmadurez. Oportuno hubiera sido tal vez, estar junto a todos festejando la llegada de un año que pretende ser nuevo, pero que lastra un cúmulo de problemas viejos no resueltos, provocados por las débiles administraciones moradas, sus ambiciones desmedidas y su apego enfermizo a apropiarse de todo lo ajeno.

No tendría nada de malo ser parte del montón, pero la realidad fáctica obliga a repensar la suerte que podría correr un pueblo hambriento, ayuno de razonamiento y carente de todo aquello que constituye la verdadera felicidad, que no puede entender que lo están guiando directo al derrocadero. Me produce mucha preocupación el futuro, largo y mediano de la gran mayoría de la gente de abajo. Esa que es utilizada como rata de laboratorio para enrostrarnos que mientras haya circo, se mantendrá envilecido a un conglomerado que actúa por decisión de otros en contra de sus propios intereses.

Anclados en esa realidad, subyace la intención de prolongar  el estado de cosas con las que ricos, religiosos y políticos inescrupulosos han sacado filo económico y poder desmedido a un pueblo que luce más pendiente al gozo, que al precio injusto de la canasta básica familiar. Eso sin dejar de lado, que la mayoría de nosotros, escasos en acciones políticas que alarguen nuestra existencia y mejore de forma sustancial nuestra frágil calidad de vida, dejamos el porvenir en manos de un conjunto de factores fenoménicos que algunos llaman azar.

El año que apenas muere, pudo haber sido bueno y quizá propicio para encarrilar la dicha de tantos dominicanos cuya vida pende de las acciones correctas y ejecutorias eficientes de los que administran el tren gubernamental, pero producto de la misma desgracia social que nos arropa desde siempre y de la falta de aplicación de las leyes fue funesto. Debió servir para eficientizar la justicia, mejorar el sistema de salud, establecer mecanismos reales y efectivos que brinden al común  la paz que genera la seguridad ciudadana, pero fue todo lo contrario.

A su salida, el 2018, deja una estela de inconformidades sociales, económicas y políticas que de seguir latentes, provocarán una de las crisis más transcendentales que hay visto esta tierra. Pendiente quedó, por la salvaje interpretación que unos grupos dan a la defensa de la vida, la aprobación y promulgación de nuevo Código Penal, también, el Código Civil, la ley de Garantías electorales y otros tantos proyectos legislativos que vendrían a menguar el belicismo ideológico en que nos hemos enfrascado estos últimos meses.

No hay una sola deuda social que haya quedado cubierta en el trayecto cronológico que comprenden los 365 días del 2018, no hubo forma de mejorar la calidad de la educación, nadie puede decir que fue efectiva la lucha contra la corrupción y la impunidad. A la fecha de hoy no se sabe que pasará con el caso Yuniol Ramírez, los Tres Brazos y otros delitos de Estado, tapados por el Ejecutivo y protegidos por el sistema de justicia al servicio del mismo.

Podría parecer descabellado, que apenas iniciando el nuevo año, hagamos planteamientos  pesimistas. No sé cómo decir  sin que parezca ave de mal agüero, que no hay nada promisorio para el futuro inmediato mientras esto dependa de los  mismos actores, y confieso a todo pulmón, que mientras exista miseria, ignorancia y autoridades indolentes, no tengo, por más que lo intente,  motivos para celebrar.