La sociedad civil ha sido solidaria con el poder central, a la hora de evaluar, criticar, rechazar o apoyar la respuesta gubernamental a la Sentencia 168-13 del Tribunal Constitucional (TC). Debe recordarse que la reacción inicial del presidente Medina a la sentencia fue una mezcla de asombro, retórica institucionalista y solidaridad humana con los afectados. Expresó en la reunión que en esa ocasión sostuvo con la sociedad civil su preocupación por el carácter retroactivo de la sentencia, aunque también afirmó que su gobierno respetaba la independencia de los poderes del Estado y que el TC tenía jurisdicción indiscutible en el asunto. Contrario a lo que se predica en los medios, la reacción de la sociedad civil fue ciertamente cautelosa, pero comprensiva de la situación

A partir de ahí la Administración Medina, un poco presionada por los grupos más conservadores de su gobierno en el tema de los derechos humanos, aguijoneada por la presión de los neo-nacionalistas y condicionada claramente por el tema constitucional, convocó al Consejo Nacional de Migración (CNM).  Allí Medina y sus ministros tomaron una “decisión tautológica”:  aprobar lo que a su juicio era inevitable por mandato constitucional, vale decir, proceder a la implementación del contenido de la sentencia, que en lo que compete al propio CNM y al poder central, ya estaba establecido en la propia ley de migración, cuyo reglamento tardó siete años en aprobarse y el CNM no dijo una palabra al respecto, y donde dicho instrumento jurídico indicaba claramente el mandato al Poder Ejecutivo para materializar un plan de regularización migratoria. Posteriormente y al vapor, se aprobó un plan de regularización migratoria, mucho mejor que lo anteriormente propuesto por las propias autoridades migratorias. El plan aprobado  lamentablemente mezcla los asuntos relativos a la regularización migratoria con los relativos a la cuestión nacional, en este caso los propios de los derechos de nacionalidad, tras la llamada “naturalización” de los descendientes de inmigrantes irregulares que se propone. La sociedad civil de nuevo fue comprensiva: dijo que el plan era bueno pero que la inclusión del tema de la naturalización era simplemente un error. Un gesto conciliador y en disposición de diálogo.

En este asunto el Estado debe asumir con claridad que no dispone de las capacidades para movilizar la voluntad y la confianza de miles de inmigrantes irregulares, a fin de que asuman la propuesta del plan de regularización.

Por lo demás, en este asunto todo indica que aquí se trata de un grosero sainete: en el país, para que se tomen importantes decisiones, que casi siempre involucran algún tipo de violación al Estado de derecho, se requiere una crisis. Lamentablemente, este método por lo general acarrea injusticias y atropellos. La sentencia 168-13 es un formidable ejemplo: en lo aparente, deseando corregir un problema sempiterno –la inmigración irregular- se atropella al Estado de derecho –los derechos de los descendientes de inmigrantes irregulares en materia de nacionalidad. No puede pensarse que en este asunto gravita simplemente el error. Lo que produce este tipo de resultados es una cultura política autoritaria e intolerante, tamizada en muchos casos por el racismo de funcionarios y grupos políticos y una clara situación histórica de exclusión generalizada sobre grupos muy vulnerables, que hacen del Estado de derecho un simple discurso hueco, carente de contenido.

Por eso, cuando grupos como el comité de defensa de los dominicanos a quienes se pretende desnacionalizar o el Centro Bonó, para brindar sólo dos ejemplos, han criticado al Estado, rechazando la sentencia 168-13 del TC o criticado las vacilaciones del gobierno central en esta materia (puesto que hay ya demasiados indicadores de que en el Ejecutivo no se comparte el criterio del TC, de sectores congresionales y del propio partido gobernante) debe admitirse que esas críticas no son radicales o antinacionales como pretenden los neo-nacionalistas, más bien se fundan en el verdadero patriotismo, practicando lo que Habermas ha denominado el patriotismo constitucional. Vale decir, asumir la defensa de la nación no en base a un sentimiento presuntamente nacional sin materialidad institucional y terribles consecuencias autoritarias, sino identificando a la República como el medio en que se desenvuelve la nación y el respeto a las leyes y los derechos como el mecanismo que funda el pacto social que organiza la nación como comunidad de hombres y mujeres libres en una sociedad democrática.

Si pensamos el asunto de esa manera, la idea del patriotismo cambia. Si asumimos la irracional apelación al sentimiento (autoritario) de una comunidad nacional estática, sumisa y genuflexa a las decisiones del Estado, estaríamos potenciando la construcción de un Estado autoritario, donde el ciudadano en su capacidad de decisión libre estaría ausente, o, peor aún, muerto. Si asimismo el patriotismo constitucional que funda la idea del Estado democrático en el derecho de los individuos y no lo contrario, se hace posible e imperativo el diálogo de los que gobiernan con los gobernados, se impone el derecho al disenso y la crítica, sobre todo el respeto de los derechos de los individuos concretos, en los que se sostiene el pacto constitucional. Por ello, los incumbentes del gobierno central más que preocuparse por la acción crítica de la sociedad civil debieran defenderla, por la simple razón de que la misma apoya y ayuda a sostener el ejercicio responsable de todo Estado democrático, que es su deber y compromiso.

Pero volvamos al plan de regularización. Es claro que la sociedad civil no puede aceptar la inclusión de un plan de naturalización en el marco de la propuesta de regularización migratoria, por la simple razón de que esto viola derechos fundamentales y confunde asuntos distintos, por más que la alharaca política neo-nacionalista chantajee al poder central, vale decir: resolver el asunto de los derechos de nacionalidad de los descendientes de inmigrantes en condición irregular y por el otro establecer un orden institucional eficaz y justo en materia migratoria.

Sobre la base de lo expuesto, me parece que puede plantearse los términos de un diálogo razonable  que conduzca a un apoyo de la sociedad civil en la implementación del plan de regularización que indica la ley 285-04 de migración y que la sentencia 168-13 del TC reitera, confundiendo, ciertamente, los asuntos inmigratorios con los propios de la nacionalidad y los mecanismos que deben permitir su ejercicio.

Lo más importante, sin embargo, se encuentra en otro sitio. Es ingenuo pensar que meter en un solo saco naturalización (que daría pie a derechos limitados de ciudadanía) y regularización migratoria (que simplemente otorgaría estatus legal a inmigrantes irregulares) resuelve las cosas. En realidad las complica, pues: 1) no satisface a nadie, ni a los ultra nacionalistas que desean borrar todo vestigio de nacionalidad en los descendientes de inmigrantes haitianos irregulares, ni en los organismos internacionales que defienden los derechos humanos, ni en la sociedad civil que defiende los derechos de los dominicanos de origen haitiano; y 2) tampoco asegura cumplimiento alguno del plan regularizador, ni mucho menos su éxito, más bien lo complica ya que no genera confianza en el mismo.

Es claro que la retroactividad del mandato que señala la sentencia 168-13 es inaceptable y lo complica todo. En primer lugar, porque viola derechos adquiridos y el propio mandato constitucional, pero sobre todo porque coloca al país en posición antagónica con los compromisos del propio Estado en materia de derechos humanos.

Si se produjera una propuesta razonable que separara los problemas propios de la irregularidad migratoria, para lo cual fue que se concibió en el plan de regularización en la ley 285-04 de migración, si se produjera un instrumento de ley que asuma la cuestión de los vacios constitucionales y de las propias leyes en materia de ciudadanía y nacionalidad,  se produciría un espacio promisorio para un entendimiento entre sociedad civil y Estado que abriría las puertas para el apoyo de la primera al segundo en materia de regularización.

En este asunto el Estado debe asumir con claridad que no dispone de las capacidades para movilizar la voluntad y la confianza de miles de inmigrantes irregulares, a fin de que asuman la propuesta del plan de regularización. Para ello el Estado debe contar con la sociedad civil y pienso que ésta está dispuesta a aceptar el compromiso que facilite que la población inmigrante en situación irregular asuma con confianza el plan regularizador.

Lamentablemente, la propuesta de regularización migratoria que aprobó el Presidente Medina en ninguna parte asume un compromiso con la sociedad civil que la haga coparticipe del plan en su diseño e implementación. Por sus silencios podría interpretarse que el plan asume sencillamente que “el buen procedimiento e implementación” es suficiente para asegurar buenos resultados. La experiencia acumulada, lamentablemente, predica lo contrario: los casos de regularización exitosos como pueden ser los de Costa Rica, España, Chile, Panamá o Venezuela, han reconocido a la sociedad civil en su capacidad articuladora y por ello han depositado en la misma responsabilidades en el diseño e implementación de sus experiencias regularizadoras. No veo por qué la República Dominicana sería la excepción, sobre todo ante los vacíos y debilidades institucionales del propio Estado. Es por todo lo referido que hay que hacer conciencia crítica: sin la sociedad civil el plan de regularización será un  fracaso.