"La incertidumbre hace que la vida sea aún más bella"

Nuccio Ordine

Ya casi no se discute que nada será igual que antes y tampoco que es real el riesgo de que las cosas empeoren. Entonces, si estamos avisados sería imperdonable que no nos esforcemos en lograr que lo que venga después del virus sea un mundo mucho mejor. Para alcanzar esos fines la memoria aparece como una aliada inevitable, necesaria para todos y todas.

Mientras se repite desde todos los lugares que nadie se salva solo y nos celebramos por no salir a la calle para evitar contagiar a otros, se nos aparece la humanidad simple y sencillamente como la negación de la idea de que somos “islas”. Y mientras empiezan a parecer lejanos aquellos días en que Margaret Thatcher casi se impuso con su “No existe la sociedad, existen individuos”, la memoria nos dice que si todos le hubiesen creído -los médicos, los policías, los profesores, las enfermeras, los bomberos, los ministros de salud- tendríamos unos indicadores muchísimos más alarmantes y tristes.

Nunca fue más acertado y conveniente recordar a Kundera cuando dijo que “La lucha del hombre contra el poder es la lucha de la memoria contra el olvido”, porque saberlo nos va a ayudar en primer lugar a evitar una suerte de negacionismo de la pandemia, cuando el tema es el neoliberalismo. En otras palabras: estamos compelidos a identificar a quienes creen que podrán confundirnos con sus ofertas de “mejorar” el funcionamiento del sistema, sin cambiar el paradigma.

Por igual, abandonando un poco la filosofía para aprovecharnos de toda su utilidad, debemos cuidarnos de aquellos que, por ejemplo, reclaman mejores ayudas para la agricultura cuando están pensando en exportar mangos o aguacates y no en los campesinos pobres de subsistencia sin asistencia técnica para producir o comercializar. Cuidado, también, con los que claman por mayores recursos para la salud, sin asumir que el problema se delata cuando se transforman los hospitales en empresas, los enfermos en clientes y los ciudadanos con un derecho reconocido menos.

En cuanto a la educación el escenario es francamente asombroso. Gracias a la pandemia los profesores virtuales se han convertido en las estrellas de negocios privados que encontraron la justificación para poder seguir cobrando sus mensualidades. Nuccio Ordine (use el Google) relata que las “élites” de Silicon Valley envían a sus hijos a colegios carísimos donde hay interacción social (profesores y alumnos) y que en cambio las familias con menores ingresos de ese paraíso del futuro envían a sus niños a colegios virtuales. Frente a ese sinsentido, desde la filosofía de la educación el propio Ordine establece con gran autoridad que la “relación erótica” que se da en el aula no es reemplazable por nada y que es una condición del proceso de enseñanza-aprendizaje. O sea, aunque alumnos y profesores no puedan juntarse por unos días, apostamos porque la humanidad de la educación supere la emergencia y deje en el olvido a ciertos confundidos que tienen el tupé de afirmar que la educación presencial es la “prehistoria”.

En la política hay inquietudes absolutamente válidas acerca de la conveniencia o no de la “desescalada” cuando el número de contagiados está aumentando.  Hago la salvedad de los empresarios, pues entre ellos sí que es posible la unanimidad. Pero pensemos por ejemplo en las madres. ¿Quién puede dudar que para ellas el mejor regalo no se consigue en ningún mall, que estarán felices de saber que sus hijos e hijas están cumpliendo con no contagiar y evitar contagiarse?

Deseando que no se repita aquí la situación inmanejable y dramática por la que atraviesa mi país, parafraseo a un cientista político chileno cuando afirmó en estos días que en la política reinan los deseos de hundir al barco porque les molesta el capitán. Es importante recordarlo pues el Estado y quienes lo administran tienen en estos días la principal responsabilidad: la salud y la vida de todos quienes habitamos esta media isla. Luego vendrá la salida, graduada primero por la situación epidemiológica y seguida por la situación política y económica, cuyo perfil determinará en mucho las nuevas formas de habitar, de relacionarnos y de soñar.

La pregunta obvia nos marcará por mucho tiempo ¿quién pagará la crisis? La respuesta también obvia es que esta vez no deben ser los pobres, no pueden ser los pobres. El neoliberalismo experto en que los empresarios socialicen las pérdidas y privaticen las ganancias debe ser cuestionado y sancionado por los políticos, los científicos y las llamadas autoridades morales que tienen una oportunidad única de orientar acerca de dónde está el bien.

¿Para qué negarlo? A la hora del balance de estos días, ojalá vayamos dejando atrás entre el humo de Duquesa, a los “técnicos”, a los consultores del Consenso de Washington, a esos verdaderos productores de pobres, de trabajadores informales, de países endeudados, de Estados precarios exigidos por la pandemia a funcionar como si no lo fueran.

Estas últimas tres décadas fueron años en que la justicia social fue sustituida por el esfuerzo individual, en que la política como lugar de acciones colectivas transformadoras de la sociedad se convirtió en rehén de las ONG. Treinta años caracterizados por atentados permanentes a la soberanía por parte de los organismos internacionales de cooperación, por consultores que hicieron más frágiles las burocracias estatales, por tercerizaciones al extremo de Silvercorp. Fueron treinta años de menos democracia, de equilibrios macroeconómicos y baja inflación que no lograron una economía “inclusiva”(?) sino mayores desigualdades, décadas de negación de derechos laborales y de reinado de los emprendedores, esos arquetipos del esfuerzo individual que están ahora estirando la mano al Estado, que hasta hace poco era “el problema y nunca la solución” (Reagan).

Y sí, es absolutamente cierto que lo que viene no tiene nombre, que será un mundo post neoliberal al que habrá que bautizar, un mundo surgido de nuevas alianzas sociales donde prosperen nuevos actores políticos que hayan aprendido la lección terrible de estos años: si al neoliberalismo no se le resiste, se le termina validando.