La nueva edición de El Retorno de las yolas de Silvio Torres-Saillant (editorial Universitaria Bonó/Ediciones MSC, 2019) ha dado la oportunidad de releer los escritos y el pensamiento de este “dominican-york” y su experiencia de la identidad dominicana diaspórica; que es tan dominicana como la más apegada al suelo patrio. Es un libro que desequilibra, cuestiona, compromete a quien quiera pensar la dominicanidad de forma crítica.
Es mucho lo que se ha escrito sobre la identidad dominicana, incluso, su recuperación común en los generadores de opinión en la prensa y en las redes sociales raya en el mismo cliché folklorista sobre lo que se debe entender como “dominicanidad” o como “lo dominicano”. Se hace necesario exorcizar la comprensión común de la identidad y, sobre todo, la comprensión sustancialista de la identidad dominicana. Aquí es donde Torres-Saillant se convierte en un autor necesario para la reflexión actual y la crítica contundente a los discursos tradicionales sobre la identidad cultural y el rol de la intelectualidad criolla en la construcción de un discurso hispanófilo, alienante y negrofóbico.
Nos hacen falta análisis y propuestas de reflexiones que aborden la cuestión de la identidad cultural dominicana desde la diversidad y, como señala y lo hace Torres-Saillant, desde la discontinuidad y la complejidad que somos dada nuestra conformación predominantemente mulata y, también, que incluya la experiencia de las comunidades dominicanas más allá de nuestros límites territoriales. La dispersión de buena parte de nuestros migrantes que mantienen unos lazos afectivos, sociales, culturales, intelectuales y económicos con el país es importante para la comprensión de lo que se ha hecho con lo que nos han dado; por sus aportes estos no pueden ser catalogados como “ajenos” a nuestras discusiones sobre los problemas y sus soluciones.
De lo que se trata es de abandonar los planteamientos metafísicos y etnocentristas sobre la identidad y redirigirlos hacia la cuestión ética, el compromiso humano con una sociedad más igualitaria y justa para sus miembros. De lo que se trata es repensar en común una identidad más democrática, que sea “menos reñida con la verdad histórica y con la realidad objetivamente observable”, como señala el autor en su colección de ensayos.
Este replanteamiento de la cuestión identitaria demanda la deconstrucción, someter a crítica severa lo que hasta el momento ha prevalecido y que, a mi juicio, no se reduce a una política y práctica antihaitiana, sino que va más allá de la contrapartida del discurso hispanófilo heredado. Es decir, hemos recibido un discurso sobre la identidad nacional que nos deja con un serio complejo de inferioridad y una sociedad excesivamente polarizada en un maniqueísmo inútil, cuando lo importante es ver lo que nos une, nos enriquece y que nos permite dialogar para crear proyectos comunes.
Noto un excesivo esfuerzo en permanecer en una comprensión de la identidad ligada al pasado, al folklor o a lo lúdico que ha sido parte de la tradición o al modo de vida de nuestras gentes. Mirar la identidad a partir de lo heredado es solo un polo del péndulo; ella también es futuro, compromiso, cambio, promesa. Es situarse en el presente desde la responsabilidad ética de un compromiso con un futuro mejor, de justicia, de equidad, de dar voces a los que han sido callados, de sacar del anonimato a los que han sido por tanto tiempo invisibilizados.
Los sujetos diaspóricos tienen una ventaja sobre los que quedamos: la experiencia de la migración les obliga a preguntarse de forma más contundente sobre sus raíces, su identidad personal es amenazada y, a la vez, enriquecida por el contacto con lo diferente porque es visto como un “otro” en un lugar extraño a su origen. Las identidades diaspóricas nos muestran que no hay una identidad nacional sino múltiples identidades nacionales que se adoptan según el grado de compromiso con el futuro de la colectividad. Resulta un imperativo, debemos escuchar estas interpelaciones que nos hacen los intelectuales de la diáspora dominicana en torno a la construcción de identidades más democráticas que muestren lo que “se es en realidad”.
La dominicanidad que demanda la sociedad que queremos para el siglo XXI debe contar con lo que la cada vez más creciente población diaspórica puede enseñarnos.