"Los zapatos de plata tienen un poder maravilloso

le explicó la Bruja Buena (…)  Todo lo que tienes que hacer

 es unir los tacones tres veces seguidas y ordenar a

los zapatos que te lleven donde desees ir"- El mago de Oz

 “

Había algo de mágico en aquella demora y en aquellas inacabables filas, que se extendían a lo largo de la avenida más importante de una ciudad, que comenzaba a ganar territorio a las huertas que bordeaban la ribera del río. Una extensa hilera de niños inquietos y que apenas lograban esperar aferrados a las manos de sus padres, en una preciosa mañana de domingo, anhelaban -como yo lo hacía- atravesar una puerta, que anticipábamos ya en la distancia, como la entrada al paraíso. Apenas lograbas, después de mucho rato, penetrar al interior del cine te encontrabas ante un pequeño mostrador que ofrecía el primer aperitivo dulce para compensar tanta demora en alcanzar el objetivo. Tus ojos miraban extasiados tal oferta de golosinas, mientras tu papá se armaba de paciencia confiando, en que tarde o temprano, detuvieras tu imaginación ante tanto estímulo y se impusiera en ti la prudencia. Debo confesar que tal virtud jamás llegó a arraigar en mí y que en él siempre encontré la réplica perfecta a mi medida. Era y es, siempre ha sido así,  generoso e imprudente a la hora de satisfacer los caprichos de sus hijas. Cumplido el ritual y cargadita de exquisiteces dabas tu entrada al acomodador que te conducía de inmediato a tu asiento. Una butaca de terciopelo granate, algo ajado y deslucido su color por el paso del tiempo pero aún confortable, acogía aquel cuerpecillo de lagartija que yo poseía a los cinco o seis años.

De natural tranquilo y apacible y desde siempre rendida al poder de una buena historia, yo ocupaba el espacio que me habían asignado e inmediatamente caía en trance. Todo a mi alrededor, salvo las chuches, la película y yo desaparecían en el interior de aquella sala oscura. Siempre fue así. De hecho aún es así. Aún compro gominolas antes de dejarme llevar por el poderoso influjo que una gran película produce en mí. Aún me aíslo del universo y por fin, con el paso del tiempo logré, muy a mi pesar,  hacer realidad un sueño infantil. Desde aquellas mis primeras experiencias, yo me imaginaba sola en la oscuridad de una sala inmensa, disfrutando de una proyección hecha tan solo para mis ojos. Nunca he pretendido averiguar la razón de aquel extraño antojo en una niña tan pequeña. Solo, la cada vez más terrible falta de interés por llenar las salas, han logrado que yo cumpliera un sueño que creí imposible, pero esa es otra historia y no la más agradable de narrar.

Por aquel entonces yo era poco selectiva pero ya tenía bien claras mis preferencias. Adoraba a Chaplin y sus locuras. El tiempo de rendirle culto, hasta casi romper mis manos aplaudiendo en pie su Gran dictador, llegaría muchos años después, cuando aquí por fortuna nos habíamos librado del nuestro. Me encantaba entonces cantar con Marisol y Rocío Durcal por lo bajito. Me gustaba y mucho gritar con Tarzán, pero lo que de verdad me volvía loca eran las películas de piratas. Las pelis de piratas eran para mí como abrir la puerta a una dimensión completamente distinta. Para una niña de mi edad, que vivía del modo más tradicional y sobreprotegida en un pequeño lugar, surcar los mares era abrirse a un infinito que mi fértil imaginación siempre encontraba natural. Al otro lado de la pantalla yo me sentía compañera de Long John Silver, la perfecta grumetilla dispuesta a ajustar la pata de palo del capitán más aguerrido de todos los piratas y a baldear agua en cubierta en cuanto fuera necesario hacerlo. Ya entonces comprendía que no había llegado aún mi momento y que podía esperar hasta luchar en justa lid y arrebatarle el mando entre vasos de ron.  Admiraba también  por aquel entonces y sin la menor fisura a los mosqueteros. Aquellos aguerridos y valientes mosqueteros siempre dispuestos a luchar y a aquellas mujeres, que a su lado, no se limitaban a aceptar el papel de sumisas doncellas. Mis preferencias por unos y otras irían cambiando con la edad. Vi y releí muchas veces sus aventuras en el trascurso de los años previos a la adolescencia y me mantuve fiel a esa pasión con el paso del tiempo. Creo que no hay versión cinematográfica de la novela de Alejandro Dumas que no haya disfrutado con idéntica pasión a la que derroché una y otra vez  durante mi infancia.

El género musical sería otro de los que habría de ganarme incondicionalmente entre sus adeptos, desde mi primera vez. Pronto comprendí que el mundo bien podía vivirse de forma distinta, que era posible abstraerse de la inmediatez cotidiana entre bailes, canciones y oníricos escenarios y que de hecho la imaginación era una de las pocas oportunidades que el ser humano tenía para lograr hacer algo más  interesante el viaje. Los musicales eran para mí una forma de transitar el camino de baldosas amarillas que conduce a Oz. Hoy, como en aquellos años, también lo creo. Cada vez que veo esa película y otras muchas en las que la que vida discurre entre pasos de baile, logro conectar durante un par de horas con mi propia capacidad de convocar un escenario mágico y al margen de toda realidad. En aquellos años, creo recordar, que logré ver muchos de los mejores musicales de los que hasta entonces se habían filmado y he continuado fiel a ese amor sin perderme ni un solo título.

Con el paso de los años, mi devoción por el cine se mantuvo con idéntico entusiasmo. Aquella primera sala, que supuso mi feliz acercamiento, acabaría por ser derribada en aras de la modernización de la principal vía de la ciudad, pero aún quedaban muchas otras que visitaría con religiosa y ferviente puntualidad cada domingo en aquellas inolvidables tardes de cine y palomitas de mi pubertad. Como un ritual me recuerdo a mi misma acudiendo con mis amigos, entre los doce y los catorce años, al teatro Bretón de los Herreros de esta ciudad. Todos y cada uno de aquellos domingos de mi vida, sin excepción, nos sumergíamos en su interior, ya con la sala a oscuras y procurando escapar al fastidioso NO-DO, propaganda insufrible del régimen e inevitable en los momentos previos a cada proyección. Los días en los que lográbamos hacerlo –sortearlo- y además disfrutar de nuestros asientos en aquellos preciosos palcos separados entre sí por enormes y pesados cortinones de terciopelo, yo me sentía en total paz con el mundo. Nada podía existir en el universo mejor que aquello. Dos historias desconocidas por delante, la privacidad de un palco que casi me acercaba a mi viejo sueño solitario y la proximidad de mi amigo del alma. Ese al que veía cada día como si nada, pero con el que mantenía en secreto, un incesante juego de manos en el cine – tan inocente como excitante para ambos – y que finalizaba, con gran pesar para nosotros, en el preciso instante en el que aparecía en pantalla el consabido The end y se encendían las luces. Aquel fue, durante dos largos años de mi vida, el mejor colofón a cada semana vivida. Jamás, como en la mejor de las películas, nos atrevimos a hablar de nuestras manos fuera de aquella sala. Jamás nos atrevimos a revelamos el uno al otro aquel amor clandestino que acabó muriendo de puro silencio.

Hubo mucho más cine después de aquella primera etapa. Un cine menos lúdico y más comprometido ética y socialmente, Un cine de mayor exigencia y compromiso con el arte y con la vida e igualmente estimulante para mí. Esas películas que unidas a la literatura irían convirtiéndome poco a poco, frame a frame, en la persona que habría de ser algún día, que aún hoy intento ser. Fundo por ahora en negro la pantalla y enciendo las luces. Por favor vayan saliendo de la sala. En breves momentos comenzará la siguiente proyección.