"Las redes sociales le dan el derecho de hablar a legiones de idiotas que primero hablaban sólo en el bar después de un vaso de vino, sin dañar a la comunidad. Ellos rápidamente eran silenciados, pero ahora tienen el mismo derecho a hablar que un premio Nobel. Es la invasión de los imbéciles"-Umberto Eco, escritor y filósofo italiano.
Las famosas plataformas de comunicación en redes de Internet permiten reducir las sombras del anonimato personal; potenciar nuestras inconformidades rabias y recelos; aligerar la carga emocional que genera la impotencia ante lo que entendemos está mal hecho; juzgar sin miramientos y juicios sopesados a los demás sin esperar reprimendas o consecuencias; abrazar la irracionalidad ante la falta de cultura general y arremeter contra el pensamiento ajeno elevando la intolerancia que se atribuye a otros al más alto peldaño de las banalidades y groserías. Sí, hemos llegado al punto en que cualquiera puede colocarse ilusamente en el mismo nivel epistemológico que científicos, brillantes periodistas, reconocidos especialistas o afamados escritores.
En estas plataformas de comunicación masiva está ocurriendo un asalto grotesco y lacerante a la razón y al conocimiento verdadero. Los nuevos actores parecen tener la última palabra o veredicto. Son capaces de tumbar gobiernos, desmantelar Estados, fijar en la conciencia colectiva percepciones falsas, apuntalar planes siniestros, parar la economía, elevar a los pedestales del reconocimiento público a los falsos héroes de la sociedad, detener proyectos de desarrollo y propiciar, con chilindrinas ruidosas, el suicidio del discurso propositivo y reconstituyente.
Estas legiones de idiotas, que hace unos años solo podían levantar la bandera de sus insatisfacciones estrictamente uniendo su voz a la del clamor colectivo, o en las tertulias cerveceras o romeras de los fines de semana, hoy cuestionan sin miramientos las experiencias documentadas, y hasta la sapiencia y recorrido de figuras socialmente consolidadas, ahogándose en sus limitaciones escolares, estrechez de juicio y extravagantes vaguedades.
Creemos que el libre acceso de tales legiones de ignorantes a las redes sociales, medios digitales y programas de televisión esconde una alta peligrosidad social, económica y política; ello al margen de las anómalas manifestaciones de preocupaciones legítimas que, desde las organizaciones sociales y el mismo sistema de partidos, mueven a la reflexión y a las enmiendas. No obstante, los rumores, los mitos, las maledicencias, las agresiones personales, las especulaciones y los mensajes negativos y socialmente dañinos son la nota predominante en las redes sociales.
Tenemos así que las megadivas insulsas o las prostitutas digitales, ambas estirpes con las enorme ventaja de una vitrina de exhibición de visibilidad universal llamada Instagram, además de la aprobación de cientos de miles de seguidores, entre ellos gente muy importante; los dirigentes políticos que apenas saben deletrear un párrafo y que ante una tribuna parecen niños de primaria; las plumas sabuesas de las mentiras maquilladas o de las verdades retorcidas; los corruptos consagrados y consabidos; los paquidermos de la politiquería tradicional que sorprendentemente se aferran en su decrepitud política a los balcones de la vigencia forzada, y los indoctos de una gran diversidad étnica, entre otras connotadas estrellas, son los verdaderos e incontrovertibles portadores tanto de la nueva verdad como de la decadencia moral de este siglo.
Son los héroes de nuestro tiempo, o más exactamente, los aparentes semidioses o modelos que han estado dominando los escenarios públicos, por lo menos en la última década. La diferencia fundamental con el pasado cercano es que ahora sus imágenes y los ecos de su vacua oposición al progreso en general, se multiplican a escala universal, velozmente y de manera gratuita.
Internet es el advenimiento de lo inevitable. Contra toda duda, promueve, como afirmaba Eco, “al tonto del pueblo como el portador de la verdad”. Y como no lo podemos frenar, como no podemos tampoco evadirlo y está en nuestras manos y hogares permanentemente, nuestro deber es reconocer responsablemente sus riesgos para usarlo de una manera esencialmente crítica y constructiva, cerrando el paso de alguna manera a las crecientes voces estridentes, pero terriblemente vacías y peligrosas de cientos de millones de imbéciles.
Hay muchas cosas buenas mezcladas con malas en toda esta regresión diabólica.
Cuando ustedes se sientan en sus casas frente a la televisión y oyen y ven a ciertos comentaristas, seguramente deben sentirse seres superiores.
Cuando la sección de comentarios de los medios digitales y escritos ofrece gratuitamente el derecho a la palabra a miles de idiotas consumados, los columnistas y autores, al leer las fútiles y ofensivas notas de ciertos lectores, deben creer que la veracidad y perfección de sus razonamientos solo pueden alborotar a los ignaros.
Twitter y Facebook nos permiten descifrar en los suscriptores no solo el nivel de instrucción general, sino también la calidad humana e inclinaciones conductuales. En cuanto YouTube, hay de todo, desde ventas de almas, violencia extrema, noticias manipuladas y prostitución rampante, hasta documentales y tutoriales muy edificantes.
Las plataformas de comunicación en redes de Internet mantienen a toda la familia y a los amigos en una sola sala, no importa donde se encuentren; no obstante, también los exponen inevitablemente a terceros, pudiendo convertirse en rehenes de gente o grupos con perversas intenciones. Los niños se exponen a los pedófilos, psicópatas criminales y a toda una suerte de depravados sexuales, y los adultos a la desinformación y designios del crimen organizado, servicios de seguridad y empresas que espían su vida privada, pudiendo conocer hasta el lugar exacto dónde se encuentran a cada momento.
Por último, la Era Digital tiene la notable ventaja de generar confianza en todo lo que se escribe porque aparentemente no hay fronteras entre las fuentes acreditadas y las absurdamente falaces, locas y desatinadas. Como señalaba Umberto Eco “piense tan solo en el éxito que tiene en Internet cualquier página web que hable de complots o que se inventen historias absurdas: tienen un increíble seguimiento de navegadores y de personas importantes que se las toman en serio".
Por ventura, cuando se tiene alguna formación, puede adivinarse de inmediato la naturaleza inferior o superior de quien habla o de quien escribe algo (en el sentido de capacidad cognitiva y calidad moral); de si tiene alguna idea de lo que está opinando; si es un loco fundamentalista en términos literales o si es un ignorante con ínfulas de sabio (lo cual es una verdadera calamidad).
¡Lo que no podemos evitar es la masacre de las lenguas maternas! Ciertamente, en estas redes se utiliza un lenguaje sui generis anti-normas. Este fenómeno obligó a Vargas Llosa, un nobel de literatura, a decir lo siguiente: "La sociedad del futuro no va a ser nada envidiable y ejemplar; puede ser floreciente en tecnologías, pero invivible para alguien con sensibilidad y cierta cultura". Y calificaba como “caricatura de la lengua” la forma de comunicarse en esas redes.
Lo peligroso de todo esto es que los jóvenes, a los que todavía no se les enseña a razonar y que sabemos adolecen de serias deficiencias formativas básicas, no pueden discernir ni muchos filtrar -digamos potabilizar-todo el monto de basura que se mueve en las redes sociales y en los medios de comunicación modernos. Es un problema de una gravedad insospechada que estamos pasando por alto con una complacencia perniciosa bastante generalizada.
Tenemos oportunidades de influir positivamente y debemos hacerlo en el seno mismo del núcleo familiar. Hace unas semanas me senté con mi niña de doce años a ver un clásico ruso del cine bastante edificante (“La ironía del destino o goce de su baño”, 1975). Me dijo entre dientes y de manera repentina: – “Los acontecimientos corren muy lentos, prefiero la velocidad de YouTube”-. Algo parecido le pasó con uno de sus nietos al citado escritor y filósofo Umberto Eco, con la diferencia lamentable, en mi perjuicio, de que no he logrado que mi muchacha se acostumbre a plenitud a las películas lentas con mensajes aleccionadores desde el punto de vista moral y vivencial, como suelo decir. Tengo el consuelo de que la falla no es mía, sino de este siglo de las luces.
En esta centuria de notables avances científicos y sorprendentes tecnologías, los ignorantes están bailando su mejor danza, la de Internet, y lo están haciendo muy bien.