Al querido Jefe siempre le decíamos que se cuidara, que no anduviera sólo, que había mucha gente mala y envidiosa en este país, se lo decíamos a cada rato una vez y otra vez cuando venía de visita, se lo repetíamos sin cesar querido Jefe, una y otra vez querido Jefe, cuídese mucho, querido, que el país lo necesita, que nadie puede ocupar su lugar. Se lo decíamos a coro mis dos hermanas y yo, las tres que habíamos quedado bajo su manto protector por expreso deseo de nuestro padre, el deseo de un padre amoroso en lecho de muerte. En él había encontrado nuestro progenitor un amigo, un mentor, un hermano. En él sus hijas encontraron otro padre, un tutor, un benefactor, un abnegado educador, un refugio, un amante, un marido.
Ahora lo estaban esperando en las sombras al sombrío y siniestro, ahora iba a pagar la bestia inmunda, a malpagar con unos minutos de terror lo que no podía pagar en el peor de los infiernos, si acaso hubiera infierno.
La estaban esperando a la fiera infernal con más de treinta años de retraso, pero sí que la esperaban y desesperaban y temblaban, con miedo, con angustia, con los corazones oprimidos por la ansiedad y el odio, la dilación, la espera, el sudor que corría a borbotones, la tensión que agarrotaba las manos y los sentidos, pero dispuestos a todo, finalmente dispuestos al todo por el todo.
Cuídese mucho, Jefe, no se descuide, Jefe, vaya por la sombrita, le decíamos al Jefe mis dos hermanas y yo. Y el jefe se reía, despreciaba el peligro. Y esa fue su perdición.
Al amparo de las sombras lo esperaban, malditos, en sus autos de lujo, disimulados entre los matorrales. Lo atacaron de noche y a traición, con ventaja, con maña. Siete hombres que del Jefe sólo habían recibido beneficios, cercanos colaboradores que traicionaron su confianza, la ley de los hombres y de Dios. Siete verdugos cobardes, afrentosos contra un pobre anciano que iba a visitar a su más anciana madre.
Virgilio escuchó que le decían levántate Virgilio o te tumbamos la puerta, te tumbamos el rancho y le prendemos fuego. Levántate cabrón. Su esposa despertó aterrorizada.
Virgilio Martínez quizás se levantó a ver qué pasaba, quizás llegó a la puerta que quizás ya se abría a culatazos o patadas. Aquellas fieras infernales, tres demonios con el rostro tiznado, le abrieron la cara, la cabeza, le abrieron la garganta con golpes de machete y de furia incontenible, le abrieron la nariz, los labios, la barbilla con golpes de machete, le abrieron la mujer que estaba en cinta, la criatura que no habría de nacer, dejaron un mar rojo de sangre en la vivienda, un eco inmenso de gritos desgarrados.
En su habitación, la sirvienta empezó a escuchar los alaridos, escuchaba claramente y sintió que algo entre las venas se le volvía de hielo, un hielo interminable que le corría por el cuerpo, le entraba por los oídos con los gritos de terror y de dolor y los aullidos de las bestias. Después vería a la esposa agonizante, los colchones y el piso y las paredes, toda la casa nadando tinta en sangre. El cadáver vejado, mutilado, pateado, baleado, acuchillado de Virgilio Martínez Reyna. “El horror, el horror”, apenas el principio de la orgía de sangre.
Todos sabían que el Jefe era un hombre trabajador, madrugador, incansable, perseverante. Rafael Leonidas Trujillo Molina. Sus nombres y apellidos lo decían todo: RLTM: Rectitud, Libertad, Trabajo, Moralidad. Los mejores amigos del querido Jefe eran los hombres de trabajo y había impuesto el orden en el país y se había hecho respetar. Respetar y amar.
-¡Pero mi capitán, son solo niños!
-Y las órdenes son órdenes: hombres, mujeres, niños, niñas.
-Algunos ni siquiera caminan, míreles los ojitos, mi capitán, y ni siquiera entienden, algunos me sonríen.
-Si los deja crecer se convierten en adultos y se propaga otra vez la plaga. No les mire los ojos. Lléveselos al monte y resuelva.
Solo los ingratos no quieren recordar cómo el querido Jefe reconstruyó la ciudad después del ciclón de San Zenón, que no dejó piedra sobre piedra, o mejor dicho tabla sobre tabla en la capital. El Jefe la volvió a hacer de nuevo y más bonita y con muchos edificios de concreto. Por eso, un reconocido patriota y hombre público pidió que le pusieran su nombre. Por eso le pusieron su nombre los ciudadanos más agradecidos. Por eso le pusieron Ciudad Trujillo a Santo Domingo: por puro agradecimiento. Por eso dijo un escritor famoso que no es Trujillo el que se honra, que es la ciudad que se honra con su nombre. Por eso al querido Jefe lo llamaron padre de la patria nueva. Benefactor de la patria.
-Dicen que algunas familias los han escondido y protegido, otras los han entregado on engaños a las autoridades. A un grupo de muchachos, niños y niñas, les dijeron que los iban a llevar al río a bañar y los llevaron. Al río Dajabón los llevaron. Al Dajabón, al Masacre. A bañarse en el río de sangre.
-Dicen que Alcántara anda por esas lomas haciendo de las suyas. El guaraguao Alcántara le dicen. Malfiní Alcantará.
-En la frontera todo huele a sangre y a podrido. Los que no pudieron escapar ya ni lo intentan. Parece que se entregaron a la muerte, abandonaron las ganas de vivir. Lo más impresionante es esa mirada triste y mansa. Resignada. Se dejan agarrar y conducir en fila india sin ofrecer resistencia. Están como sin vida, sin voluntad, como si fueran zombis. El capitán les dice que levanten el ala y la levantan, levantan el brazo izquierdo mecánicamente y se dejan meter la bayoneta por el sobaco para alcanzar el corazón y ahí se acaba. Ya ni siquiera gritan. Parece que ya no sienten ni padecen.
-No va venir el maldito.
-El teniente dijo que vendría y va a venir.
-No va venir, lo presiento, no a venir el maldito.
-Te digo que vendrá y va a venir.
Durante mucho tiempo, en los alrededores de Montecristi, los puercos desenterrarían huesos humanos en las pocilgas.