En una gran diversidad de literatura encontramos que la definición de “norma” (técnica) evidencia un elemento común, a saber: las normas de productos especifican o precisan sus características, las cuales incluyen, entre otros aspectos, diseño, tamaño, peso, inocuidad, comportamiento energético y ambiental, interoperabilidad, material del que está fabricado y muchas veces la descripción detallada de su proceso de producción. De aquí que la funcionalidad eficiente de los sistemas nacionales de calidad, por lo menos las de aquellos que aspiran al reconocimiento internacional, depende del consenso entre todos los actores que requieren de sus servicios respecto a las parámetros, dimensiones y tolerancias permitidas.
Esta cuestión fundamental del consenso técnico voluntario es el principal pilar sobre el que descansa el lenguaje normativo universal que asegura la reproducibilidad y comparabilidad de mediciones, así como el cumplimiento de requisitos de calidad para productos iguales o funcionalmente interdependientes. Ya no importa el lugar del mundo donde los productos se fabriquen o se ensamblen, y siempre que cumplan con las especificaciones, parámetros, dimensiones y tolerancias establecidos en las normas de consenso internacional podrán venderse en cualquier rincón de nuestro planeta.
Sería muy difícil el mundo si los contenedores de carga no estuviesen normalizados, lo mismo que los filetes de roscas, los cinturones de seguridad, el vasto instrumental médico, la pasteurización de la leche, el cemento, las varillas, las bombillas, los celulares y sus cargadores, los instrumentos de trabajo de la mecánica industrial y automotora, los protocolos que permiten a los ordenadores comunicarse entre sí, las puertas interiores de las edificaciones, las tarjetas de crédito y los dispensadores de dinero automatizados, entre cientos de ejemplos posibles, sin perder de vista que las telecomunicaciones, el procesamiento de información, los servicios bancarios y financieros quedarían varados dentro de las fronteras de sus propios países si no cumplieran los mismos requisitos normativos internacionales.
Los países pueden y deben establecer sus propias normas y reglamentos en materia de seguridad e inocuidad alimentaria, y también en cualquier otro ámbito, siempre que tales documentos se elaboren sobre bases científicas, se asegure la congregación de los expertos nacionales en las materias a normalizar (en comités técnicos o en grupos de trabajo) y se tomen en cuenta, hasta donde sea posible, las normas internacionales vigentes. Es muy frecuente oír decir que las normas de consenso internacional son de difícil cumplimiento en los países económica y socialmente rezagados, en la medida en que ellas requieren, comúnmente, la existencia de infraestructuras reconocidas de laboratorios con equipos e instrumentos de alta sofisticación tecnológica.
Sin desconocer esa realidad que debe ser superada por la determinación política, lo que no deben hacer las autoridades es discriminar a sus socios comerciales estableciendo normas (voluntarias), reglamentos (obligatorios) o procedimientos de evaluación de la conformidad que dificulten el intercambio mediante la creación de trabas o murallas normativas que pretenden impedir u obstaculizar la entrada de productos que compiten con los de la industria nacional. Por otro lado, si bien se reconoce el derecho de todos los países de aplicar medidas para alcanzar objetivos normativos legítimos (protección de la salud y la seguridad de las personas o la protección del medio ambiente), ese derecho ha sido más eficientemente aprovechado por los grandes bloques comerciales liderados por países desarrollados. Ellos continúan erigiendo enormes murallas de requisitos y exigencias que dificultan la entrada a sus mercados de los productos de naciones que carecen de una infraestructura de calidad robusta y reconocida.
En todo caso, los organismos de normalización, como lo es el INDOCAL, existen para organizar el proceso de normalización nacional, atendiendo a las necesidades de los diversos grupos de interés y satisfaciendo los requisitos de la institucionalidad internacional en el tema. Su trabajo se ve entorpecido porque una gran cantidad de empresas no están en condiciones de cumplir las normas o las de mayor poder relativo pretenden normas hechas a la medida; los servicios de inspección y fiscalización del gobierno con frecuencia no están en condiciones de ser garantes de la calidad certificada y, por último, los mismos consumidores carecen del conocimiento o del interés para impulsar y canalizar sus propias exigencias en este sentido.
¿Cómo aplicaríamos aquí un estándar de venta de alimentos en las calles? ¿Cómo podrían las autoridades asegurar de manera permanente y confiable que las diversas marcas de leche y embutidos cumplan con los requerimientos de proteína y contenidos de grasas establecidos en las normas? ¿Cómo aseguramos que los diabéticos compren pan verdaderamente integral y no en su lugar un pan comercial que además sigue siendo preparado con bromato de potasio, un mejorante de la harina altamente perjudicial para salud en determinadas cantidades? ¿Por qué seguimos vendiendo leche en polvo a granel? ¿Por qué se vende leche líquida sin las debidas certificaciones de calidad? ¿Por qué carecemos de laboratorios con patrones trazables para evaluar la conformidad con las normas ASTM de productos como las varillas y el cemento, que sabemos son elementos no despreciables de la resiliencia nacional ante fenómenos naturales o actos humanos desalmados?
Los gobiernos están en el deber de rectificar estas y decenas de muchas otras situaciones preocupantes creando y fortaleciendo sus infraestructuras de calidad. Terminando la segunda década del siglo XXI deberíamos ya a comenzar a satisfacer de manera creíble las demandas y requerimientos de la globalización y del sistema de comercio multilateral, protegiendo al mismo tiempo a nuestros ciudadanos de los productos y servicios inseguros o de mala calidad, sean estos importados o de fabricación nacional.