Lo preferiste y callé mi decepción ¿Cómo iba a estorbar tu felicidad? Tu alegría endulzaba mi tristeza. No te olvidé. Que me trataras con cortesía era muestra de tu bondad. Que no miraras a través de mí como si no existiera, muestra de tu amor. Pero tu amor por mí era sólo fraternal. Pobre de mí por imaginar que podría transmutarse en amor erótico. Mea culpa.

Fue duro no verte más. Sobreviví recordando tus abrazos de la paz, tu perfume francés, tu vestido rojo inocentemente ceñido como un guante. Cada noticia tuya era como un bálsamo para mi herida.

No podía darte lo que él te daba. Ni glamour ni ramos de rosas rojas ni viajes en cruceros y en aviones de primera clase.

Cuando te llevó a Tahití y a París y a Venecia ¿Con qué derecho iba a decirte que era para llevarte a su cama?

Cuando te llevó a comer los mejores restaurantes del mundo, al Eleven Park Avenue y a El Celler de Can Roca y a la Osteria Francescana ¿Cómo hubiera osado decirte que  era para comerte, para comértelo?

Cuando te hizo fotos mientras te entregabas al sol de Copacabana, mientras paseaban en góndolas por el Gran Canal, mientras esquiaban en Los Alpes y en las Rocosas ¿No era una frescura decirte que era para exhibirte como un trofeo?

Cuando empezó a retratarte como Dios te trajo al mundo, primero sola, en todas las posturas que permiten las articulaciones humanas, me dije que era normal, que así evitaba el que cayeran en la rutina.

Cuando te convenció de fotografiarte (o a hacerse sexfies, como se dice ahora) junto a él haciendo el amor – sería más exacto decir cogiendo -, en posiciones aun no catalogadas en el Kama Sutra, cuando te tomó fotos practicando felonas felaciones,  con su verga en tu boca mientras le sonreías con los ojos (no podías de otra manera), cuando, como Onán, no derramó su engrudo vital – la frase es de Cela – en tu puerta de la locura, sino en tu pelo, en tu cara y en tus pechos, participando en tríos y cuartetos con camioneros en paradas de la autopista y con obsesos – u obsexos – en el Bois de Boulogne, ¿Cómo iba a decirte que era para exhibirte entre sus amigos como un trofeo?

Pero de todos modos no hubiera podido decírtelo: Nunca te veía. Así que espanté mis prejuicios de fracasado aspirante a cura y me convencí y los injustificados celos que sentía y me dije que era insensato colocar al sexo entre rejas.

“No juzguéis si no queréis ser juzgados”, decía además el Evangelio.

Pero no me equivocaba: Te llevó a su cama, te (lo) comió, te exhibió y, además, cuando se cansó de ti te tiró al zafacón como una servilleta sucia.

Aunque quisiera, no podría odiarlo. Gracias a él pude al fin ver mi anhelo cumplido. Gracias a él, me esperaste en tu cama, con las piernas abiertas, lista para darme el abrazo de la guerra, lista para fundirnos en el mismo éxtasis de Santa Teresa de Ávila y San Juan de la Cruz.

¿Qué importa que no seas solo mía, que tengas amantes en Tahití, en París, en Aspen,  en los cuatro rincones del mundo?

Ahora, aquí, estás sola conmigo, mientras llego a otro orgasmo y, enamorado, te lanzo un beso y un hasta luego, apago mi computadora y tiro al zafacón otra servilleta sucia.

*Publico este relato erótico envalentonado por los de Sara Pérez.