Lo dice el escritor luso Fernando Pessoa (Lisboa, 1888-1935) en el fragmento 1 del Libro del desasosiego. Ninguna lectura más pertinente, para los tiempos que discurren. Es lo más apropiado para un náufrago, tanto si zozobrara en una isla solitaria o en la mar de una metrópolis. El ser humano de hoy está solo y tiene miedo. Ha naufragado en sí mismo, puertas adentro y confinado a un mundo en línea. Bastó la multiplicación de un virus para que pulsos y bits sustituyeran a las personas reales del universo offline con las que se vinculaban, y el contacto carnal se ha derretido a causa del liquid love descrito por Zygmunt Bauman.
Aunque, como escribió Pessoa, “toda la literatura consiste en un esfuerzo para hacer real la vida”, volverla menos licuada, cosa que intenta en estas hojas. El tomo, póstumo e inédito hasta 1982, sería inicialmente atribuido a su heterónimo Vicente Guedes, y luego a Bernardo Soares, el más ortónimo de sus alter egos. La primera traducción en todo el mundo fue al castellano (Seix Barral, edición, introducción y traducción de Ángel Crespo), en 1984, originando un terremoto con réplicas editoriales: Libro del desasosiego. Un día en la (no) vida de Bernardo Soares, antología, introducción y traducción de Luis Morales, Editorial Funambulista; Vasques & Cía. Fragmentos de la oficina del desasosiego, presentación y traducción de Manuel Moya, Editorial Berenice; Libro del desasosiego, edición y traducción de Manuel Moya, Alianza Editorial; Libro del desasosiego. Fernando Pessoa como Bernardo Soares, Emecé, edición de Richard Zenith y traducción de Santiago Kovadloff; y Libro del desasosiego, edición de Richard Zenith y traducción de Perfecto E. Cuadrado, Acantilado.
Livro do desassossego fue paulatinamente siendo vertido a otras lenguas europeas, en las que a mi entender el atractivo pierde impacto: Il libro dell’inquietudine en italiano, Livre de l’inquiétude en francés, The book of disquiet en inglés. Lo adjudico al propio título, pero además a lo que implica éste: desasosiego equivale al sentimiento del ennui cioraniano. No se trata exactamente de inquietud, intranquilidad, disquiet (vale decir unrest, anxiety, nervousness). Desasosiego es el vacío vital, el tedio fundamental, el individuo colapsando en sí. Un sentimiento aplicable, como entrada de un manual: “el sosiego positivo de todo me llena de rabia”, fragmento 101. Desasosiego, aquí, es palabra familia de la portuguesa Saudade: un vocablo indefinible e intraducible, pero que cerca de sentirse maniatado por los acontecimientos (ver Introducción a la saudade: antología teórica y aproximación crítica, de Dalila L. Pereira Da Costa, FCE, México, 1989).
El manuscrito fue encontrado en un baúl, entre múltiples papeles y fajos sueltos, de ahí que, tras su transcripción, padezca de zonas truncas. Abundan los señalamientos del tipo: […], palabra o pasaje ilegible; / /, reserva del autor acerca de una palabra o expresión; ( ), duda del autor en cuanto a la inclusión de una o más palabras y (…), pasaje dejado incompleto por el autor. Y esos símbolos de ausencia, de insolubilidad, de qué o cómo pudo haber sido dicho algo, remedan nuestra vacuidad contemporánea de zombies zoomizados, porque “hay metáforas más reales que las personas que pasan por la calle” (157).
En casi 500 fragmentos y otra data, redactados durante 23 años, detalla la biografía sin acontecimientos de Soares, revelada poco a poco en una habitación alquilada y amueblada “para mantener el tedio”. Ese Soares que “aparentaba treinta años, delgado, más alto que bajo, exageradamente encorvado, vestido con desaliño, con aire de sufrimiento y privaciones, cenaba siempre poco y acababa fumando tabaco de hebra” a quien Pessoa conoce (reconoce) en un restaurante disfrazado de taberna, se le parece demasiado, como aquel supra-Camoens que anunciara, y en cierto modo como todos los otros heterónimos. Pero Soares es mucho más Pessoa que Caiero, Ricardo Reis, Álvaro de Campos o C. Pacheco. Se percibe así en el aspecto físico, lo que fuma y come, el oficio, la profusa soledad, la manera de arrastrar los pies por las calzadas. Pessoa ve a Soares en aquel establecimiento de entresuelo como Caerio ve (fragmento 160) a un anciano moviéndose impaciente bajo la lluvia, un “símbolo de nadie; por lo cual tenía prisa”). Quizás por eso dijo: Bernardo Soares “soy yo menos el raciocinio y la afectividad”.
La naturaleza híbrida del Libro del desasosiego (pues se mueve entre el ensayo, el poema en prosa, el diario íntimo, la narración y la descripción), y su compuesto fraccionado, lo hace pieza ideal para un damnificado de la vida, para el hombre desplazado hasta el olvido. Lo que pasa es que se trata de un retrato existencial, un ridiculum vitae, la autobiografía inocua y en pedazos de un alma urbana cuyo “tiempo es un abismo oscuro y viscoso, un pozo que no se usa en la superficie del mundo” (396). Sus páginas plantean los desórdenes de la civilización occidental en el desplazamiento gélido, material y despiadado de las metrópolis en tiempos de frívola postmodernidad y en plena Era del vacío (Lipovetsky): todas las ideologías en estado cadavérico y las grandes religiones cuestionadas. La frescura con que el lector apura estas palabras suyas, pese al siglo de distancia, es un indicador indiscutible de la perennidad de nuestros avatares y continuos “banquetes de aflicción”, comensales del poema de Cayo Claudio Espinal. Por virtud de actualidad, el drama em gente es gente en drama.
Pessoa murió sin aclarar el orden definitivo de su texto, lo que también daría oportunidad a su reconstrucción a partir del yo del náufrago, aunque fuera al releer o reescribirlo sobre arena. El Libro del desasosiego es un auténtico work-in-progress, habiendo sido escrito así, en estado no definitivo. Abriendo el libro en cualquier parte, se puede armar el puzzle del naufragio personal, de nuestra intrínseca desolación. Estos bloques de prosa, a los ojos del poeta, siempre fueron bocetos, y contienen ambigüedades, incompletez de desarrollo, abundantes contradicciones. De ahí que corresponda a los lectores definir sus rasgos por el tamiz del ojo en la silueta. Una nota rescatada del propio Pessoa indicaba que su libro contendría residuos o intervalos. Nada es definitivo en estas páginas.
¿Hay mayor desasosiego que el de encontrarse solo en una isla, rodeado de mar, arena por todas partes, esqueletos de crustáceos, troncos secos, y sin el salvavidas de un dispositivo electrónico? Y, al mismo tiempo, ¿hay mayor desasosiego que el de nuestras multitudes texteando permanentemente nada para espantar su desamparo? Pessoa, como nosotros ahora, se movía por la Tierra como en una burbuja nebulosa, en su propia isla portátil. Por eso hubo de inventar su drama em gente (en personajes), su multiplicación en otros sin dejar de ser él mismo. Como quien crea “perfiles”, y se convierte en su follower en Twitter, su suscriptor en Instagram, uno de sus propios friends en Facebook. Este el caso de Soares, el autor putativo de este libro escrito en prosa por un versificador –había dicho Pessoa que “en prosa es más difícil otrarse que en verso”–; el mismo oscuro lisboeta tenedor de libros en los cuales sancionaba “las cuentas ajenas y la ausencia de la propia vida”.
En esa fragmentariedad hay un vaivén, reflujo: la misma fórmula del intervalo crudo de vivir. De ahí la relación que le veo con Cioran: “Basta con que escuches en silencio y lo oirás todo” (dice el rumano en Breviario de los vencidos, 17). Convencido de que “más vale escribir que atreverse a vivir” (51), el náufrago en una isla o en la ciudad-habitación desierta, el abandonado en una isla o en la isla de sí mismo, participa de la misma incertidumbre del poeta que “no habla la lengua de las realidades” (325), puesto que “no hay problema, sino el de la realidad, y ese es insoluble” (163).
Solo (y sólo) con el libro, con su desasosiego, no hay soledad posible. Leamos.