Leí esta frase en alguna parte y me pareció tan sencilla y profunda a la vez, pero además tan vinculada a los procesos que hacen llegar a las personas a un consultorio de psicología y al trabajo que hace un terapeuta para acompañarles. Con mucha frecuencia las personas buscan ayuda por el final de una relación, una enfermedad, una muerte, una situación con un hijo o hija, un divorcio, en fin, regularmente eventos que provocan cambios en la vida de la gente y llegan en pánico por el apego a esa persona o situación, que en el fondo suele ser, miedo a enfrentar el cambio que representa asumir lo que están viviendo.
El cambio es parte de la vida, mejor aún, la vida misma, lo humano es el cambio. Quien no cambia muere, lo que no cambia perece, es ley de vida, es la esencia de la vida. Pero desde que nacemos en la manera de relacionarnos, los mensajes sociales, publicitarios, el sistema de creencias, se encargan de hacernos creer lo contrario. Somos educados para permanecer, para tener una idea estática de las relaciones y de la vida.
Desde pequeños, los padres y madres se empeñan en limitar la autonomía de sus hijos con la sobreprotección y el miedo a la separación. Intentan controlar su conducta, sus proyectos y hasta sus sueños. Los viven como si fueran los de ellos o intentan imponerles los propios, para que los hagan vida en ellos.
En la infancia, entre la cultura y la familia les transmiten sus miedos, sobre todo a las niñas y se cortan sus ansias de ser y de crear, matizándose poco a poco la esencia única de cada ser humano.
En la adolescencia y la juventud, se afanan por evitarles sufrimientos y facilitarles la vida. Ocultan sus errores, excusan sus faltas y no les permiten el crecimiento que implica asumir las consecuencias de sus actos. Los padres interceden por ellos, los justifican, les cogen pena y con el tiempo el resultado es una muy baja tolerancia a la frustración, labilidad emocional, pobreza espiritual, en fin, una gran inmadurez para tomar el curso de sus vidas en sus propias manos.
Se transmiten de generación en generación las ideas de que con los hijos no se termina, de que las relaciones son para toda la vida, que los finales siempre son felices, que el sufrimiento es malo, que los errores hay que ocultarlos. Ideas de que hay príncipes que salvan y princesas que tienen vidas perfectas, que envejecer es malo, que lo valioso es mantenerse físicamente joven toda la vida, que la muerte es el fin de la vida no sólo para el difunto, sino para sus familiares. Se llama fracaso al divorcio, a los movimientos de puesto en el área de trabajo, es decir a los cambios. Se estigmatiza a los que no siguen el patrón, se vende la idea de que todo el mundo tiene que hacer lo mismo o perseguir los mismos propósitos. Las personas se pasan la vida persiguiendo este patrón por el patrón mismo y en el proceso se pierden a ellos mismos. Se desgastan por mantener un status quo que no hace feliz a nadie y en la idea de complacer a los demás, renuncian a ellos mismos.
Ninguna de estas ideas es coherente a lo esencialmente humano. A la hermosura de crecer muriendo cada día y volviendo a nacer con un nuevo crecimiento. A la realidad de que los hijos se van y es saludable que lo hagan, pues necesitan crecer y ser ellos mismos. A la realidad de que los errores son un camino para desarrollar fortaleza y hacerlo mejor la próxima vez. A la realidad de que las relaciones terminan, pero que otras vendrán para continuar amando una y otra vez. A la posibilidad de dejar un empleo e iniciar otro en el que descubrimos talentos insospechados de nosotros mismos. Al reconocimiento de que lo importante no es caer, sino volver a levantarse, una y otra vez.
A la realidad de que justamente en las experiencias más dolorosas y retadoras es cuando más aprendemos, y si integramos las lecciones que nos dejan, adquirimos más poder, vivimos más conscientes y damos apertura a la felicidad en nuestras vidas.