Hay quien dice que “Shane, el desconocido”, es el mejor western, la mejor vaquerada de la historia y no creo que sea cierto ni quiero que lo sea, pero es una de mis favoritas. La veo con los ojos de la infancia y con los del hombre maduro que está a punto de pudrirse y sigue siendo una de mis favoritas.
La trama, basada en la novela de Jack Schaefer, un autor muy prolífico, se desarrolla “en el pequeño valle de Wyoming en el verano de 1889” y reproduce, desde luego, todos los valores y lugares comunes de la ideología del western: la lucha entre el bien y el mal que ganarán los buenos y perderán los malos. La excepción como regla, diría Bertolt Brecht, aunque no tanto porque los malos son casi siempre indios o blancos feos que visten no casualmente de negro:
“Mientras Shane es un ‘ser’ luminoso y puro (Alan Ladd), el otro pistolero de esta historia adquiere la fuerza de una sombra amenazante. Todo de negro. Con una sonrisa torva. El silencio es su fuerte., el pistolero con el rostro de Jack Palance es la oscuridad, la amenaza, lo que hay que temer…”
“Shane, el desconocido” (o “Raíces profundas” como la llaman en España donde son famosos por traducir entupidamente y echar a perder los títulos de las películas), es pues, como se ha dicho y repetido, la típica obra en que todos los personajes tienen un lugar asignado, un destino, un final previsible, no como en ese extraño huevo antológico dirigido por el italiano Sergio Corbucci, “El gran silencio”. En esta cinta fuera de serie (western spaghetti con mayonesa y sauerkraut), el feoculísimo y perverso alemán Klaus Kinsky (más perverso en la vida que en la pantalla) termina cocinando a balazos al buenísimo y bellisímo francés Jean-Louis Trintignant, que interpreta a un mudo.
Pero dentro del esquema habitual lo que me interesa es la realización, la puesta en escena de “Shane”, la relevancia de los actores de reparto. En pocas películas tienen los mismos tanta importancia y están tan definidos. En la familia de granjeros que acoge a Shane, destacan tanto el padre como la madre y sobre todo el niño de mirar azorado y ojos inolvidables (el Brandon De Wilde que moriría trágicamente a los treinta años). Jack Palance, por supuesto, impone como siempre su presencia, la de un artista que viviría encasillado como el malo por excelencia, hasta el punto de que le dieron un Oscar por una película en que se parodiaba a sí mismo.
De igual manera resalta el protagonismo de los animales y los elementos paisajísticos. Los animales juegan un papel protagónico, las montañas nevadas juegan un papel protagónico. El lodo es uno de los principales protagonistas. Hay lodo por todas partes desde el principio al final.
El rol de los perros es sobresaliente en todos los sentidos. Hay un perro que no se despega del niño y se convierte junto a éste en espectador del duelo final. Hay un perro que en la más emotiva escena quiere acompañar al amo a la tumba. Hay otro perro en el escenario del duelo final que intuye que las cosas se ponen feas y se quita rápidamente, cómicamente del medio.
Protagónica es la presencia del ciervo, si es un ciervo, en la primera escena, y de vacas y caballos en la parte mejor lograda del film desde el punto de vista de la sintaxis, de la composición cinematográfica (“El arte de componer bien es el arte de variar bien”, decía Eisenstein). No se trata, a mi juicio, del duelo final sino de la pelea entre Shane y su amigo granjero en presencia de su esposa y el hijo. El incidente inicia cuando Shane, parado en el umbral de la puerta de la cabaña de troncos pedirle, y le impide, marchar hacia una muerte segura, a un enfrentamiento a tiros. El primer golpe, un golpe de granjero, saca a Shane del ambiente casero y la pelea continua su curso en el exterior, pero la cámara no los acompaña, se queda con la madre y el hijo que observan angustiados desde una ventana y luego desde otra, sin que el público pueda darle seguimiento a la acción más que a través de los relinchos despavoridos de los caballos.
Al cabo de unos breves segundos de espera interminable, sale por fin la cámara al patio y allí registra la escena en toda su brutalidad, situándose entre las patas de un caballo que se encabrita y relincha, una brutalidad acentuada más aún por otros caballos y vacas que en sus respectivos corrales dan muestra de la misma desesperación que provoca el pugilato que va perdiendo Shane. Dos de los animales logran saltar la barda. Shane pone fin a la contienda con la cacha del revolver.
Del duelo final Shane sale herido, nunca sabremos si mortalmente, pero está herido, lo estaba desde el principio de la película, desde antes de iniciar. Igual que el actor que lo representa (uno de los grandes suicidas de Holywood), es un personaje herido que no puede escapar de sí mismo.