Hace setenta años la humanidad enfrentaba la más grande conflagración de su historia, la Segunda Guerra Mundial, pero entre tantos otros acontecimientos se produjo en una pequeña ciudad del interior de Cuba un suceso intrascendente. Nací el 19 de septiembre de 1944 en una vieja casona de madera y tejas en Colón, provincia de Matanzas. Dicen que llovía mucho esa tarde. Lógicamente, nada de esto debe interesar a más de dos o tres personas, pero aunque no puedo recordar mis primeros días y años, cosas necesariamente más interesantes ocurrían y seguirían ocurriendo en el mundo en que hice mi entrada a la existencia. Y muchos otros sucesos tendrían lugar en siete décadas en las que hasta el día de hoy me ha correspondido vivir.
Cuba era presidida en 1944 por el Mayor General Fulgencio Batista y Zaldívar, elegido en 1940 por la Coalición Socialista Democrática integrada por partidos más o menos liberales o conservadores, y por Unión Revolucionaria Comunista, partido conocido en 1944 como Socialista Popular, representado en el gabinete y en el poder legislativo. Mientras tanto, en su amplia y lujosa residencia, llamada “la chocita”, dotada de un famoso “patio de la cubanidad”, residía cómodamente el doctor Ramón Grau San Martín, presidente electo en el mes junio. Allí aguardaba su toma de posesión el 10 de octubre de ese año. El lema de su Partido Revolucionario Cubano (Auténtico) había sido en 1944 el de “no comunismo, no continuismo”. A pesar de eso el “autenticismo” se identificaba entonces como “nacionalista, socialista y antiimperialista”. Debe reconocérsele a Batista, que presidió aquellas elecciones, el haber permitido los comicios más honrados y libres jamás celebrados en la mayor de las Antillas. Aquellas elecciones fueron identificadas hasta por sus adversarios más enconados como “la jornada gloriosa”.
En aquel 1944 Franklin Delano Roosevelt, de la más alta aristocracia protestante anglosajona, gobernaba Estados Unidos. Y junto a Roosevelt, Winston Churchill del Reino Unido y José Stalin de la URSS, encabezaban a los “aliados”. Por otro lado, sus adversarios del “Eje Roma-Berlín-Tokio” respondían a las órdenes de Adolfo Hitler y del emperador Hirohito del Japón. Benito Mussolini ya “había salido de la circulación”. Con el tiempo me enteré de que Churchill se había alojado brevemente en Colón como corresponsal de guerra durante la Guerra de Independencia de Cuba iniciada en 1895.
Todavía se hablaba de aquella guerra independentista durante mi infancia y adolescencia. Continuaban los relatos de ancianos libertadores que habían conocido a Máximo Gómez y a Antonio Maceo, los cuales, junto a José Martí, constituían una especie de Santa Trinidad en la escuela protestante y de inspiración patriótica y nacionalista donde aprendí a leer y cursé la enseñanza primaria. Los retratos de los tres próceres escogidos estaban por todas partes y allí había que aprender todo lo relacionado con ellos. Yo era hijo único y mi querida prima Martica Muñiz se convirtió en lo más cercano a una hermana que he tenido. Así quedó condenada a escuchar mis interminables repeticiones de todo lo aprendido y mis tempranos comentarios sobre la materia.
En Colón todavía se peleaba la Guerra Civil Española (1936-1939) en los años cuarenta y cincuenta mediante constantes discusiones. En el Casino Español había franquistas y republicanos. Puedo decir que mi vida “social”, en el sentido que se daba a esta palabra en el ambiente pueblerino, además de concurrir a peñas literarias y políticas, consistía en asistir a fiestas y encuentros en el Casino Español de mis abuelos y tíos. Y digo “asistir” porque soy probablemente el único cubano que no sabe bailar y allí pasaba el tiempo, junto a algún amigo, hablando de historia o de política durante las fiestas del casino o en una “Feria Popular” que se celebraba anualmente en el parque principal del pueblo.
Otro conflicto de aquellos tiempos era la Revolución China. Vivían en Colón numerosos chinos y sus descendientes cubanos que concurrían al amplio casino del Partido Nacionalista Chino (Kuomintang), muy cercano a la casa donde nací. Esa fue el primer local político que recuerdo haber visitado. Curiosamente, allí había muchos nacionalistas, pero también unos pocos partidarios de Mao Tse-Tung y Chou En-Lai. Recordando a mis amigos del Kuomintang es que mi hija lleva el nombre de una cuñada de su fundador Sun Yat-Sen.
Mientras todo eso sucedía en el mundo, en Cuba se discutían mucho los temas dominicanos. Casi todos, hasta partidarios de Batista, eran opuestos a Rafael Trujillo. El profesor Juan Bosch y el doctor Juan Isidro Jiménez Grullón, tenían amistades en el pueblo, entre ellos mi abuelo paterno. Don Angel MIolán también conocía a muchos allí y mi amigo Enrique Cotubanama Henríquez (“Cotú”) hacía política en todo el país y era cuñado del Presidente Carlos Prío. En Colón se quería bien a Quisqueya. La gran calle del pueblo, que coincidía con la Carretera Central de Cuba, era la Máximo Gómez.
Yo admiraba especialmente la obra de don Manuel Arturo Peña Batlle y de don Américo Lugo sobre temas históricos. Por cierto que uno de mis libros favoritos es uno publicado hace pocos años, “Peña Batlle en la Era de Trujillo” de ese extraordinario erudito y eminente Académico de la Lengua Española don Manuel Nuñez. En casa teníamos varios libros publicados en el 25 aniversario de la Era del famoso personaje que me habían sido regalados, entre ellos algunos escritos por mi admiradísimo Emilio Rodríguez Demorizi y por el historiador J. Marino Inchaústegui. Leía también algunos clásicos del hermano país publicados por don Julio Postigo de la recordada Librería Dominicana. Atesoraba especialmente un viejo ejemplar de “Geografía de la isla de Santo Domingo y reseña de las demás Antillas” que había pertenecido a mi abuelo paterno.
Pero entre los grandes temas de estos setenta años, los que ejercieron mayor influencia sobre acontecimientos de mi vida fueron la Guerra Fría, a nivel mundial, y la Revolución contra el gobierno de Batista. Ese último tema marcó la vida de mi generación porque más que la lucha contra un régimen todo aquello desembocó en el más prolongado gobierno en la historia de América.
Todavía recuerdo cuando la radio anunció el golpe de Estado encabezado por Batista el 10 de marzo de 1952 y el ataque dirigido por Fidel Castro en el Cuartel Moncada de Santiago de Cuba el 26 de julio de 1953. Yo tenía siete y nueve años, al ocurrir tales acontecimientos. En el ataque al Moncada perdió la vida mi médico personal, el doctor Mario Muñoz que falleció junto a sus compañeros atacantes y hoy es considerado como uno de los principales héroes de la Revolución. Y luego se produjeron acontecimientos de todo tipo, tanto en la Sierra Maestra como en otros lugares, que culminaron el primero de enero de 1959 con la caída de Batista y su huida a Santo Domingo, de la cual me enteré por la radio dominicana que escuchaba casi diariamente por onda corta desde los once años de edad, así como a la BBC de Londres, “The Voice of America” y La Voz de los Andes de Quito, Ecuador.
Lejos estaba yo de pensar que Cuba sería un país con una relación estrecha con acontecimientos de la Guerra Fría. En mi adolescencia se hablaba y leía algo sobre ese asunto, pero no se esperaba que Cuba tuviera mucha relación con ese gran tema. Ya era estudiante de bachillerato en una escuela católica de misioneros franco canadienses que funcionaba en Colón cuando ocurrió la revuelta de Budapest, Hungria en 1956. Los estudiantes de ese plantel eran de la burguesía nacional o pequeño burgueses de provincia como yo. Era de esperarse allí cierto anticomunismo a ultranza. Sin embargo no recuerdo a ningún estudiante que conociera realmente la doctrina marxista leninista. Sus intereses no eran realmente políticos. En Colón los únicos que dominaban los textos del marxismo eran precisamente los comunistas. Cosa curiosa, me cortaba el pelo, desde mi niñez, en la barbería de un amigo de mi papá y el muy apreciado barbero se había afiliado al Partido Socialista Popular desde su juventud. Allí escuché conversaciones sobre materialismo histórico y dialéctico, “centralismo democrático”, “lucha de clases”, etc., que me ilustraron un poco sobre el tema, aunque los libros que me regalaron los comunistas del pueblo, escritos por Marx , Engels y Lenin, eran difíciles de entender para un jovencito.
Deseo compartir con el lector que ni siquiera aquellos amigos y coterráneos comunistas tenían en el período 1952-1958 la menor idea de que Fidel Castro terminaría alineándose con el bloque socialista poco después de tomar el poder. Sólo los de la dirigencia del Partido Socialista Popular sabían algo ya que a principios de 1958 habían decidido cooperar con el movimiento revolucionario encabezado por quien sería después el personaje más famoso de la historia de América Latina en el siglo XX.
Mucho menos pasaba eso por la mente de los que asistían como yo a las diferentes iglesias. Puedo decir que visité o me relacioné con todas las confesiones establecidas en Colón, alrededor de ocho, pues siempre tuve un enorme interés en la historia y teología de las iglesias y de las religiones universales. Con el tiempo escribí varios libros sobre el tema, algunos de los cuales han sido utilizados como textos en universidades y seminarios teológicos. Aunque de confesión protestante y ordenado Presbítero en una denominación histórica, he aprendido de todo tipo de religión. La Cuba en que nací no ha sido un país muy religioso, aunque predomina una religiosidad sincrética difícil de clasificar en todos sus detalles. Recientemente los obispos cubanos revelaron que sólo el dos por ciento de la población asiste a misa regularmente. Las iglesias protestantes tienen mayor asistencia dominical, pero están divididas en numerosas denominaciones.
Los dos líderes principales de la Revolución contra Batista tenían vínculos con iglesias. Castro era de formación católica y Frank País, el segundo líder del movimiento, era hijo de un pastor bautista y fiel practicante de sus doctrinas. Pero ya en 1960 se notaba la influencia comunista en el gobierno revolucionario. Yo estaba en Cuba cuando la invasión de Bahía de Cochinos en 1961 y a partir de entonces los controles estatales sobre la vida de la población aumentaron aun más. Ya habían desaparecido los periódicos que no eran totalmente oficialistas y los partidos políticos tradicionales.
Mi familia salió de Cuba en 1962 cuando yo cursaba estudios superiores. Me faltaban escasos días para cumplir 18 años de edad. Al ocurrir la crisis de los cohetes en 1962 casi acabábamos de llegar de Cuba. De todo eso me enteré por la televisión y luego por copiosas lecturas sobre esos días, que como los de la Revolución de Octubre (que ocurrió en noviembre) “conmovieron al mundo”. Como tantos otros mortales que estaban vivos cincuenta y dos años atrás, viví en un planeta que estuvo al borde del holocausto nuclear.
Nunca he participado realmente de actividades políticas, ni de los comunistas ni de sus adversarios, aunque me iba documentando acerca de las diferentes ideas. Acompañé a mis padres cuando se radicaron en Estados Unidos aunque mi preferencia en aquella fecha era, en caso de salir de Cuba, irme a vivir a República Dominicana. No guardo resentimiento a los que gobiernan mi suelo nativo, pero deseo que el país disfrute algún día de todo tipo de libertades.
El mundo en que he vivido, dentro y fuera de mis amadas Antillas, ha avanzado mucho, pero en unos países hay mayor libertad que en otros. Ahora bien, en muchos de ellos, de derecha y de izquierda en cuanto a régimen político, existe hasta la “libertad” de morirse de hambre y otra igualmente terrible, la “libertad” de declarar la guerra a otros países para someterlos a ciertos intereses nada recomendables.
Estaba vivo cuando la posguerra, la Guerra de Corea, la Guerra de Vietnam, la crisis del Canal de Suez. He sido contemporáneo de conflictos entre judíos y palestinos, chiíes contra suníes, y la lista no termina. Era un pequeño niño cuando asesinaron al Mahatma Gandhi en aquellos días en que iba muriendo el colonialismo europeo tradicional. Hasta recuerdo el derrocamiento de Mohammad Mossadegh en Irán. Nunca pensé que viviría para ver la disolución de la URSS, el fin del Pacto de Varsovia y la elección de un afrodescendiente como Presidente de Estados Unidos.
No comprendo todavía como hice tiempo para ser al mismo tiempo pastor de una iglesia, profesor universitario, comentarista de asuntos internacionales para varias publicaciones y panelista en programas de radio y televisión. Pero así me vi obligado a informarme sobre lo que un programa radial expresaba con su título de “Actualidad Mundial”. Y me quedé esperando a que Brasil dejase de ser simplemente “el país del futuro”, pero soñando todavía con que esa gran nación y América Latina toda constituyan realmente un “continente de la esperanza”.
Confieso que, transcurridos tantos años, no comprendo mucho de lo que ha ocurrido. En este recorrido terrenal de siete décadas no he podido identificar todavía, con la exactitud que hubiera preferido, quiénes son los buenos y quiénes los malos. Pero acepto que algunos pudieran ser algo mejores que otros. No acudo, pues, al estilo de clasificación utilizado en viejas películas del Oeste norteamericano. En muchas de las cuales todo terminaba cuando alguien hacía sonar la trompeta y llegaba la caballería a pelear con los indios. Los “buenos” derrotaban siempre a los “malos”.
Y los dejo descansar. Mi intención no ha sido escribir de nuevo mi “curriculum vitae” o mencionar los títulos de mis libros. Son sólo comentarios dispersos, prosa de prisa y algo que hace que me sienta vivo todavía. Sentí el deseo de escribir algo este día en que me enfrento a mi nueva condición, la de septuagenario. Como muchos otros viejos, pienso más en el pasado que en el presente. Y si usted leyó este artículo no tengo cómo agradecerle el haber aceptado este castigo, el compartir algo de los setenta años de mi vida.