La celebración anual de la Serie del Caribe de Béisbol se convierte, cada vez que participan Licey o Las Águilas, en un escenario donde lo regional y lo nacional entran en un aparente conflicto, tensión y definición confusa de la identidad como nación. No creo que la identidad nacional está en juego en este evento, pero sí se convierte en un espectáculo desde el cual se reproducen y reflejan las indefiniciones y dualidades culturales de naturaleza estructural arrastradas como nación desde el Siglo XVII.

No hay dudas en la naturaleza de este espectáculo caribeño. Se trata de una competencia entre aquellos equipos de béisbol ganadores en sus países. Por tanto, son clubes ganadores representando países. No son selecciones nacionales como lo es el Clásico Mundial de Béisbol o el Mundial de Futbol o las Olimpíadas. Pero el sello de país está presente.

En la Serie del Caribe una parte importante de los seguidores de los clubes deportivos de la República Dominicana, especialmente los aguiluchos y liceístas, han quedado atrapados entre la simpatía por la representación de lo nacional encarnado en la selección del país y la simpatía regional hacia un club ganador reforzado con jugadores de los otros equipos. Para unos, hay una vinculación indiscutible entre representar a un club de béisbol en la Serie del Caribe y representar al país, ambas cosas están presentes; para otros el club sólo se representa a sí mismo y a quienes quieran apoyarle, no al país.

Esta ambigüedad tiene su base en la propia naturaleza difusa que tiene la identidad nacional dominicana y el aprovechamiento de esta rivalidad como estrategia de mercado por parte de los dueños de estos clubes. No me imagino a un cubano apoyando a otro país cuando la representación en la Serie del Caribe la ostenta uno de los equipos locales, como Industriales o Habana, por ejemplo.

El béisbol en RD mueve los sentimientos hasta los huesos. Es fuente de unificación y derrumba barreras entre la gente. Pero a la vez despierta las identidades regionales sobre lo nacional, alimentando el fanatismo, a veces absurdo, al reproducir las contradicciones que arrastramos en nuestra identidad como nación a lo largo de nuestra historia.

Viendo en retrospectiva, el deporte fue uno de los principales elementos de diferenciación y confrontación de los países capitalistas y socialistas durante toda la guerra fría. Los eventos deportivos eran escenarios de propagandas políticas y de proyección de la imagen de fuerza, poder y de desarrollo de los diferentes países pertenecientes a ambos polos ideológicos. No sólo era cuestión de ganar una medalla en las competencias, sino que lo nacional y lo ideológico estaban en juego. De igual manera, el nazismo hizo de los estadios uno de los principales escenarios para promover la conciencia y la ideología de la superioridad racial. Lo mismo hizo la dictadura de Trujillo con el béisbol.

No obstante, con la caída del muro de Berlín, el despliegue de un mundo globalizado, con la expansión de las ideas liberales de factura capitalista y el debilitamiento del socialismo, estas confrontaciones deportivas amplificadas a lo político-ideológico quedaron atrás.

La vinculación de lo nacional con lo deportivo sigue siendo un sentimiento subjetivo, tiene muy poco de objetivo. Es pura pasión humana y construcción cultural. Empero, los deportes, al igual que otras actividades humanas han quedado atrapados por la lógica del mercado y las estrategias de ventas propias de cualquier negocio. En ese contexto, lo nacional queda arrastrado por los vaivenes del mercado y la conveniencia de lo que se debe vender o no.

Sin embargo, creemos que debemos acabar de una vez por toda con el dilema y autoengaño de la representación nacional versus la representación de clubes deportivos en la serie del Caribe. O nos quedamos atrapados por la tribalidad y el espectáculo que nos ofrecen los dueños y comentaristas de Los Tigres de Licey y Las Águilas Cibaeñas o nos atrevemos a aprovechar la Serie del Caribe como un espacio de oportunidad para fortalecer y cohesionar lo nacional. Los países de mayor éxito frente al avasallamiento de la globalización son aquellos que han logrado mayor cohesión interna y defensa de su identidad nacional.

Esta aspiración compite con un muro muy poderoso. La tribalidad de los liceístas y aguiluchos divierte más a las masas y eleva sus emociones cerebrales, dejando como consecuencia más dinero a los dueños de los equipos, que aprovechar este escenario para darle un sentido de unidad como nación. Esto último podría parecer algo poco emocionante e ilusorio frente a un fanatismo duro generado por las rivalidades de estos dos equipos en las últimas tres décadas de la historia del béisbol dominicano.