Los historiadores coinciden en ubicar la invención del ajedrez en la India hace unos mil quinientos años. Sin embargo, en mi historia personal apareció en Santo Domingo a principios de los años ochenta, cuando la Navidad llegó con un tablero cuadriculado y treinta y dos piezas de plástico.
Mi tío Jacinto presentó a mi imaginación de diez años los rudimentos de un juego que desde un principio me pareció fascinante. “Lo principal”, me dijo, “es no tener prisa”, requisito fácil de asimilar para alguien como yo, de temperamento flemático. El propósito del juego también llamaba a la lentitud: sorprender al contrincante con jugadas que requerían pensar el movimiento de las piezas sin soslayar la estrategia del adversario. Ganaba el que de tanto pensar terminara cometiendo un error.
El juego me obsesionó. Con Alney Uribe ensayé duelos y aprendí varios trucos, pero el día en que mi madre me puso en las manos un libro sobre el “juego ciencia” mi arrebato adquirió otra dimensión. Ahora podía memorizar jugadas, planificar estrategias que no se materializarían hasta tres o cuatro movimientos después, cuando el enemigo, sin advertir que estaba siendo estudiado, hubiese preparado el camino a su perdición.
Mi padre se dio cuenta de mi nuevo pasatiempo y al llegar el verano me inscribió en un campamento de ajedrez. El primer día el maestro me sentó a jugar con un adolescente rollizo al que trataba con una deferencia extremada. Me lo presentó como Serafín, y aderezó el nombre con un alias que me estremeció: la Astucia.
A mi adversario le tocaron las piezas blancas, así que inició la partida moviendo un peón a la casilla cuatro. En su segundo turno hizo lo propio con otro de los peones, que colocó en la casilla cinco. Cuando en su tercer movimiento ubicó, sonriente, al caballo frente a los demás peones, supe que intentaba aniquilarme rápido con la apertura Ruy López. Repliqué el lance, y me dio la impresión de que mi contrincante se ofuscó. Cuando, unas jugadas más tarde, intentó el enroque y olvidó a su traviesa reina, las mejillas se le enrojecieron y noté que empezaba a transpirar. De ahí en adelante el combate fue de muerte lenta.
A las dos horas, y cuando estaba claro que ninguno podría salir airoso, el maestro declaró tablas. Durante el resto del verano me enfrenté a muchos otros adversarios con variada suerte, pero nunca he olvidado el día memorable en que intimidé a la Astucia.