Ser vacuo es una condición de eterna felicidad, un estado del espíritu que envidio profundamente. No lo digo con ironía. Pensar requiere de disciplina, de exprimir neuronas para luego lanzarse a un abismo impredecible, inefable, un sinfín de ideas que se escapan y no pueden ser encamisadas. Esto me lleva a reflexionar sobre los intelectuales insustanciales, seres que no producen ronchas. Viajan por la vida sin buscar aparentemente la menor confrontación. Escriben artículos extensos sin jugarse la faja en una sola de sus frases. Lo contemplan todo dentro de un orden, sin grietas ni espanto. No prenden una sola luciérnaga en la más oscura de las noches. Sus discursos son, palabra sobre palabra, edificios sin base, floridos como camisas almidonadas de domingo, en las que en la mayoría pesa más la forma que el contenido. Cuando digo que les envidio, lo digo de corazón. Pensar duele. Es como un parto. No sé, ni nunca sabré lo que significa parir, pero si tantas mujeres lo dan como algo doloroso, yo lo asumo como tal y lo comparto.

Hay escritores cuyas ideas son alumbradas por cesárea, sin el menor padecimiento. Hay otros, por el contrario, que en noches de extrema soledad, abrigados tan solo por la luz de una lámpara o de algún candelabro, aislados y silenciosamente entregados a su aflicción, parieron hermosas obras que hoy son consideradas los más bellos frutos de la humanidad. Pienso en el pesar que hubo de soportar Fiódor Dostoievski para traer al mundo Los Hermanos Karamazov y me pregunto, a menudo, qué caminos de amarga soledad transitó Juan Rulfo antes de llegar a Comala.

Si me dieran a elegir entre la felicidad y el dolor, por mucho tomaría partido por la primera. Sería hipócrita afirmar que este último es una opción que uno elige con placer, es más bien al contrario, son la angustia y la rigurosidad del pensamiento los que le eligen a uno. Dichosos los vacuos de espíritu, su paso por estos senderos es lo más parecido al cruce que hacen las vacas antes de ir al matadero. No son conscientes de su tragedia.