Sucede que hay una manera rara y a veces tan común, un armadura espesa, herramienta intangible, indescubierta por la crítica académica y cierta medianía obtusa para llegar al gozo de la obra maestra.
La llamamos sentimiento y produce el lenguaje elevado que no pertenece a ninguna escritura al uso y que no es intelecto ni es la forma festiva de la razón y la experiencia inmediata.
Es una mente aparte, un cerebro invisible, un lugar de excepción que solo puede habitar un dios.
Y que nos trae el gozo y el escalofrío, la rabia artera y la fuerza escritural.
Suceden a él las convicciones profundas, los mitos fundacionales, las intuiciones hermosas.
Es la tierra madre que da fuerzas al héroe y que convierte en valiente a la gallina cobarde que cuida a sus polluelos con devoción de madre.
Sin ese sentimiento, que es esencial y camino indeclinable, el escritor se halla perdido incluso en lo más claro del bosque de la felicidad de crear.
No es el solo sufrimiento, el golpe constante de la vida y del mundo lo que crea al creador.
De ser así nadie no sería torpe en la economía de las palabras que causan la fruición estética.
Sucede que este exigente sentimiento es el numen oculto que eleva a los seres superiores hacia la gloria escritural.
Es madre nutricia, impulso cósmico, deidad incomparable.
Es la que dictó las obras de Shakespeare, de Dante, de Homero y se niega con firmeza a agitar sus fuerzas creativas a favor de los que no fueron ungidos por el don de la alta creación.
Es el sentimiento el non plus ultra de los conocimientos raros de la naturaleza humana.
El sentimiento viene acompañado por una convicción profunda, una fe inalterable, al relámpago que llega de la noche hasta la mente alerta y se convierte en arte.