“El fin de la política y el retorno de la política son dos maneras complementarias de anular la política en la relación simple entre un estado de lo social y un estado del dispositivo estatal. El consenso es el nombre vulgar de esta anulación.”

Jacques Rancière

Lo correcto del moderado optimismo con el que en nuestro artículo anterior decíamos que “salir de la crisis no va a ser fácil si no se asumen los desafíos con una voluntad transformadora, progresiva y democrática, especialmente respecto de asumir cómo la cultura política (que es parte del sistema político) hace todo más difícil” parece confirmarse con los dramáticos llamados al diálogo que no demuestran más que confusión.

En primer lugar necesitamos entender el carácter de la crisis, pues el protagonismo del CONEP parecería querer demostrar que está en peligro la economía de mercado y la propiedad privada. Y no es así.

Sin darle muchas vueltas estamos obligados a parafrasear a René del Risco, cuando en su poemario El Viento Frío decía que este es un tiempo del que hay que salir para adelante y, por lo tanto, no insistir en darle para atrás. Tentación esta última bastante transversal y que alcanza hasta la Plaza de la Bandera donde uno de los colectivos juveniles llama a “los compañeros de la OEA” a resolver el entuerto.

Entonces, si con respecto al carácter de la crisis no hay acuerdo, el suspenso es aún mayor acerca de quiénes deben participar y cuáles temas deben ser abordados. Hasta lo viejo y lo inútil ha sido denunciado con el ruido sinfónico de las cacerolas mientras las declaraciones de que la Junta está compuesta por buenas personas son solo eso: declaraciones que no resuelven nada. Tampoco resuelve nada ignorar que los convocantes están comprometidos con mantener el “statu quo” y seguir decidiendo al margen de toda posibilidad democrática (revisen los integrantes de la comisión de notables por Punta Catalina).

Si hubiera acuerdo en que la crisis es política todo sería más sencillo. El ex presidente Fernández tiene razón cuando dice que el Consejo Económico Social (CES) no es el lugar, pero olvidó proponer uno. Y peor todavía: relegó referirse a quiénes deberían participar y a los temas que deberían ser tratados.

Desde la Plaza de la Bandera lo que parecía más decisivo es la reivindicación democrática, asunto muy importante frente a la deriva que insisten en tomar los poderes fácticos.  Y, tampoco hay que olvidarlo: los poderes fácticos son una amenaza a la democracia, pues lo que buscan es influir desde fuera de la institucionalidad, llevando en sus insomnios la pesada carga de Punta Catalina, por ejemplo. Si quieren recordar, en 2012 una ley de partidos fue consensuada en una reunión igual a la que abortó por los cacerolazos el pasado miércoles 4 y luego de aprobada en la Cámara de Diputados la ocultaron y la olvidaron porque hay escándalos que es preferible evitar, si se puede.

En mi opinión la crisis es del sistema político y se ha originado en la incapacidad de las instituciones en cumplir adecuadamente las obligaciones que les manda la Constitución y la ley. Resulta demasiado obvio que si se suspendió una elección quien debe responder es la Junta Central Electoral y hasta ahora no lo ha hecho.

Cuando se empieza a pedir democracia, la cosa se pone bien interesante esencialmente si el liderazgo político miope cree que todo consiste en que se realicen las elecciones. Treinta y dos años de trujillato demuestran que las elecciones no son condición suficiente de la democracia.  Aquí están en realidad los desafíos: la crisis sistémica que ha detonado el “hartazgo” es que ha sido puesto en duda el “régimen político” que, en definición de Manuel A. Garretón constituye “uno de los componentes del modelo o sistema político, la mediación institucional entre Estado y sociedad que resuelve los problemas de relaciones entre la gente (ciudadanía) y el Estado y de cómo se gobierna la sociedad.”

Y aquí permítanme un paréntesis. Si estamos de acuerdo, lo que hace falta no es un mediador, hacen falta líderes democráticos que dejen de ver lo que está ocurriendo como una oportunidad de conseguir algunos votos. La crisis no es electoral, pues no hubo elecciones.

Hay que tener cuidado hasta con las palabras. Aquellos que hablan de recuperar la democracia van a tener que ponerle fecha de cuándo la perdimos. Y quienes dicen que el poder judicial debe recuperar su independencia antes deberán decirnos cuándo la hubo.  El centro del problema es que apareció la reivindicación democrática y ella cuestiona al régimen, no solo a las elecciones.

Permítame decirlo aunque moleste a las ONGs, a los clientes de la USAID y a los poderes fácticos: la crisis solo puede ser solucionada, solo puede ser resuelta por los partidos políticos que son en definitiva quienes hacen que las instituciones del sistema político funcionen. Pero resulta evidente que están renunciando a esa obligación si observamos su actitud frente a la Junta y el llamado a que del diálogo sean parte los obispos y otras organizaciones que desde siempre han jugado a ser el sector externo del partido que parece tener más posibilidades de ganar las presidenciales.

Si estamos claros en la responsabilidad única de los partidos, se cae de la mata que para eso se necesitan partidos conscientes de su responsabilidad y de su rol. Partidos que no necesitan del acompañamiento de señores y monseñores, tan lejos ellos de la función política democrática y que actúan para impedir el cambio de régimen.

La única manera de salir para adelante es con el compromiso de todos los partidos de iniciar un proceso de democratización que conduzca a la República Dominicana a un régimen democrático basado en la soberanía popular; un  voto ejercido libre y limpiamente, que no sea violado, como siempre, por delincuentes políticos tolerados por las autoridades electorales. Un acuerdo político que descanse en el cumplimiento de la ley y en la aplicación de sanciones, nada tienen que buscar los poderes fácticos que caravanean cada cuatro años a la Junta a dar el respaldo a los fraudes, a los escáner y a lo de ahora.

La vigencia de los derechos humanos, la separación de los poderes, el pluralismo político son asuntos principales del pacto que debe resultar en el cambio de régimen. También se deben eliminar los enclaves autoritarios, es decir todo lo que en el actual sistema político impide el régimen democrático: el Consejo Nacional de la Magistratura, por ejemplo, con un diseño que solo la estupidez o la ignorancia creen que bastaría con sacar de su composición al Procurador  para lograr la independencia del poder judicial.

El acuerdo político necesario es una tarea mayor, requiere de partidos y dirigentes democráticos que asuman que este país no puede seguir siendo gobernado como hasta ahora. Sería otro error histórico lamentable suponer que es suficiente un cambio de partido en el gobierno. Si las encuestas están acertando, el panorama no es necesariamente mejor. Y lo digo teniendo en mente anuncios que parecen amenazas como cuando se oye “Hay que blindar la constitución para que nadie pueda cambiarla”. La crisis dice que una de las más importantes tareas que tiene por delante el pueblo soberano será precisamente cambiarla.

Los partidos deben convocarse, deben asumir sus funciones y asumir sus responsabilidades, hacer que las instituciones funcionen. La “necesidad de mediación y mediadores” es una anomalía y están todavía a tiempo de poner atención a que no puede haber régimen democrático con la ley de partidos y de régimen electoral aprobada por intereses que nada tienen que ver con la democracia. Ya tienen suficiente evidencia de que no es posible mantener las formalidades legales de una Junta que se la ha pasado bordeando el límite de dictar sus propias leyes. La crisis también nos dice que ya es hora de que la Junta se dedique a cumplir la ley debidamente reglamentada y deje de ser tercera cámara para mantener el Tribunal Constitucional como la cuarta cámara en materias electorales.

Esto no es una crisis de confianza y si lo fuera tampoco habría tiempo de curarla, pues se sabe que la confianza crece como las palmeras y cae como los cocos.