¿Por qué en algunas organizaciones no gubernamentales domiciliadas en ciertos países del hemisferio norte e incluso en determinados gobiernos de la  misma área geográfica prevalece el absurdo estado de opinión de que Haití y la República Dominicana deben ser en un futuro unificados, o sea, que los pobladores de un país orgánicamente desestructurado se diluyan en otro con una gran anemia funcional?

¿Cómo ha sido posible que sensatos visitantes conocedores de la historia etnología, economía, sociología e idiosincrasia de ambos países caribeños puedan ser víctimas de la peregrina idea de que en el porvenir exista la eventualidad de que nuestra República sea de nuevo bautizada con el nombre de Estado Independiente del Haití Español como lo  hizo Núñez de Cáceres en 1821?

¿Qué oceánico nivel de ceguera política, sordera social, ignorancia histórica e insensibilidad ética es necesario padecer para proponer siquiera que el único país de Hispanoamérica que no se independizó de España sino precisamente de su vecino franco-africano, acepte de buenas a primeras mixturarse con este último para de esta manera satisfacer la desidia e indiferencia mundial  y al mismo tiempo invalidar sus luchas patrióticas?

¿Si las poblaciones de áreas próximas a Haití como las de Belize, Bahamas, Jamaica, Martinica, Guadalupe, Aruba, Curazao y del enorme y despoblado Surinam tienen una ascendencia racial y un quehacer cultural muy parecidos, porqué la comunidad internacional no propone integrar nuestro vecino occidental con los ciudadanos de estos países sino con quienes somos radicalmente distintos?

¿Se atreverían los miembros de una Corte, Tribunal o Jurado de conformación internacional reconvenir a países como Israel, Méjico, Cuba, Perú, Costa Rica, o cualquier otro que mundialmente se respete, al extremo de recomendarle o exigirles modificaciones a su carta sustantiva porque ésta no se ajusta a sus deseos, a sus fines aunque esta acción vulnere lo único que nos otorga dignidad como pueblo: la soberanía?

Todas estas interrogantes acudían a mi mente durante estos últimos tiempos cuando la prensa escrita, la televisión y las redes sociales recogían las inquietudes generadas por los frecuentes encuentros entre comisiones de los dos países intentando resolver problemas bilaterales, así como también la implementación del plan de regularización de los inmigrantes indocumentados y en especial las sentencias del TC y el histórico fallo de la CIDH.

Simultáneamente era el hospedero de muchas reflexiones de origen diverso tratando de buscarle justificación a la crisis surgida llegando incluso a considerar cuáles serían los aspectos positivos existentes en el pasado o en el presente haitiano a los cuales observadores extranjeros podrían atribuirles una gran significación o trascendencia en su propósito de que la población oriental de la isla asimilara sin contratiempos a los desplazados de la parte occidental.

Supuse que muchas ong`s y dirigentes de organismos internacionales estaban firmemente convencidos –al igual que este articulista- de que la historia de Haití superaba en heroísmo y brillantez a la nuestra, pues sus esclavos comandados por Toussaint se liberaron de Francia; enfrentaron con éxito a Napoleón; fue el segundo país de América en proclamar su independencia y con posteridad se dieron el lujo de tener un emperador y luego un rey absoluto.

Creí que al poseer un folklore más rico, variado y depurado que el dominicano este detalle talvez influiría tanto en Norteamérica, la Unión Europea y el Caribe para insinuarnos un provechoso y raro concubinato con ellos, y al tener conocimiento que en pintura el haitiano Jean Michel Basquiat (1960-1988) hijo de haitiano y boricua nacido en Brooklyn, luego de fallecido una de sus obras fue vendida en 3 millones de dólares –cifra jamás alcanzada por un Colson, Suero, Bidó o Guillo Pérez – este descollante hecho hubiera bastado para promover la unión étnica con Haití.

Reconocer que hace algunos años Haití colocaba en el mercado internacional un millón de cajas de mango/año –mucho más que  nosotros –no  me pareció motivo suficiente para amancebarnos territorialmente, y las motivaciones descritas en los dos párrafos anteriores por su inconsistencia y escaso atractivo me invitaron a pensar que la verdadera razón que concitaba el posicionamiento en pro de la integración isleña tenía otro origen, otra procedencia.

Antes de intentar la explicación de lo que me parece ser la causa fundamental del problema  (la conveniencia de una fusión) quisiera relatar algo sucedido el 26 de febrero del 1875 en el poblado fronterizo denominado “Cabeza de cachón” donde nuestro presidente Ignacio María González se reunió con su colega haitiano Michel Domingue con la finalidad de renovar los votos de amistad y buen entendimiento existentes entre los vecinos insulares.

El médico santiaguense graduado en París  Alejandro Llenas, quien además era diplomático, antropólogo y periodista, publicó en el periódico “El Orden” una reseña del referido encuentro cuyos términos no tienen desperdicio alguno.  El día en que se encontraron hablaron de cosas quizás no relevantes para nosotros, pero al dia siguiente 27 de febrero –aniversario de nuestra independencia – se llevó a efecto un banquete con el protocolar brindis de apertura.

Michel Domingue exclamó “brindo por la República Dominicana” pero el dominicano González se destapó con esto: “Que nunca potencia extranjera dominará en nuestro país”.  Si desde luego fue un error celebrar nuestra separación de Haití en presencia de su presidente, y sobre todo cuando sólo habían transcurrido veinte años de las agresiones de Souloque, las destempladas y nada diplomáticas palabras de Ignacio María estaban a todas luces fuera de contexto.

En el minado y siempre resbaladizo terreno de la diplomacia es norma no decir lo que se piensa sino fingir pensar lo que se dice, y además muy aconsejable jamás agredir con palabras sean éstas proferidas o escritas, siendo de buen tono y generalmente consentidas las medias tintas, la simulación y las formas ya que la humanidad siempre ha estado dispuesta a la aceptación de una mentira cuando la verdad resulta hiriente o dolorosa.

En base a ello interpreto la intromisión nórdica para una presunta unificación de nuestra isla de la siguiente manera: a sabiendas de que la primera impresión tiene una profunda eficiencia sugestiva, los políticos de Puerto Príncipe al momento de designar sus representantes en el extranjero parecen efectuar un riguroso proceso de selección en lo concerniente a su formación académica, prestigio internacional, habilidades diplomáticas y cuando pueden, a la categoría del inmueble que servirá de sede.

Casi sin excepción, la mayoría de los embajadores, cónsules, jefes de misión y representantes en foros internacionales de Haití que conozco son políglotas, egresados de escuelas diplomáticas y consulares, graduados en centros de educación superior o gozan de una extendida reputación literaria, científica o humanística, haciendo siempre alarde de una cultura general y un desenvolvimiento social dignos de un país sin los lamentables indicadores socio-económicos que el suyo.

El caso de Roma es muy ilustrativo: mientras la embajada dominicana es un pequeño local en un edificio de apartamentos común y corriente, la haitiana en cambio ocupa un palacete de tres niveles que parece haber pertenecido a los Borgia, Farnesio, Saboya o Médicis, y quienes pasan a su interior, donde otros organismos haitianos tienen también asiento, el fino y elegante tratamiento que reciben de sus anfitriones hace pensar que son los dignatarios de una rancia monarquía africana o una nación con un pujante desarrollo socio-económico.

Quienes visitan ésta y otras sedes diplomáticas tanto en la Unión Europea –con quienes tengan correspondencia- y los Estados Unidos, tienen la impresión de que se trata de un pequeño país caribeño con recursos humanos dotados de  un nivel educativo y profesional comparables a lo más selecto del mundo, y que ameritan por consiguiente el respaldo y las ayudas indispensables para que su calamitosa situación inicie un proceso de rectificación.

Muy a nuestro pensar, y en vista de la excelente calidad de sus representantes en el extranjero, la opinión mundial, y en particular la de los países de gran desarrollo, siempre será mas susceptible a los reclamos de nuestros vecinos que a los requerimientos nuestros, situación que prevalecerá hasta que los gobiernos nacionales y su Cancillería entiendan de una vez por todas del extraordinario valor de estar representando con altura en el servicio exterior.

Aparentemente nosotros no le concedemos importancia alguna  a los representantes que designamos ante gobiernos amigos y organismos internacionales, y salvo contadísimas excepciones desde la muerte del dictador los criterios de escogencia parecen ser desgraciadamente el nepotismo, el clientelismo político, el partidismo y la asistencia piadosa, cuyo resultado es la conformación de un equipo identificado por serias limitaciones formativas incapaz de atraer el respeto y admiración de los países receptores.

Trujillo estaba muy consciente del valor de sus diplomáticos en el exterior, y para citar un ejemplo recuerdo que destacó en Cuba los siguientes embajadores: Osvaldo Bazil (un reconocido poeta) Francisco Henríquez y Carvajal  (expresidente de la República) Tulio Cestero (autor del clásico “La sangre”) Virgilio Díaz Ordóñez (apasionado del Derecho) Héctor  Incháustegui Cabral  (poeta y exembajador) Tomás Hernández Franco (narrador) Julio Vega Batlle (exrector de la Universidad y autor de “Anadel”) y a Porfirio Rubirosa (ícono sexual mundial) entre otros.  Un colectivo de lujo.

Gracias a las intervenciones de estos renombrados representantes, la hedentina y pestilencia del régimen trujillista apenas era percibida en La Habana, y como en esta isla residía un combativo y numeroso grupo de exiliados, sus manejos y habilidades en las relaciones diplomáticas abortaron las intentonas de Mariel  en 1934 y la de Cayo Confites en 1947 y facilitaron además el fracaso final de la invasión de Luperón en 1949 y la de Constanza, Maimón y Estero Hondo en el 1959.

A nuestros representantes en el exterior, por sus insuficiencias e incompetencias no los toman en serio, no pueden rivalizar con sus pariguales haitianos y si a esto sumamos nuestra incierta política migratoria, la notable porosidad de nuestra frontera y la vulnerabilidad de sus custodios, no es necesario poseer una gran perspicacia para explicarse la delicada y defensiva posición en que ahora nos encontramos.

Los gobernantes haitianos sí conocen bien la importancia de la apariencia y  la gran seducción de la imagen, y por designar en las capitales con un enorme poder de influencia a sus más capacitados  delegados, se imponen con relativa comodidad en sus diferendos con países como el nuestro que manifiesta una penosa indolencia y displicencia al momento de nombrar su personal a nivel de su representación en playas extranjeras.