Apolinar Mejía llega todos los días en el Honda 70 que le asignaron en la seccional de Agricultura de Jinamagao en su condición de botella.  Su cuerpo quijotesco va cubierto de sus mejores ropas pero igual parece un pordiosero. Las malas lenguas dicen que anda harapiento porque se gasta el sueldito en medicinas. Como todos los días, regala mentas de espíritu entre los carajitos de la casa y temerosas miradas de amor a la muchacha del servicio. Ella, que también es tímida, le regala vasos de agua. La doña le repite todos los días que use solo el vaso marcado con una cruz de cuté en el fondo: no quiere que la tuberculosis entre en la casa. Ella quisiera darle otro vaso, pero no quiere que la boten. Apolinar mira la marca, pero no lo rechaza porque quiere a su muchacha y porque tiene sed.

Patricia Atehortúa se acurruca en su poncho roto. No se acostumbra al invierno de Bruselas ni al sótano húmedo y frío en el que vive desde hace años ni a las paredes desnudas que mira el día entero ni al silencio ni a la soledad. Su hija gótica se pasa el día entero rue Neuve arriba rue Neuve abajo, mirando bajo la lluvia, en las vitrinas de las tiendas, las botas negras y brillosas que no se podrá comprar. La hija de Patricia le reprocha su pobreza. Cuando está en la casa la trata como a uno más de los muebles. Y nadie habla con los muebles. Patricia Atehortúa se gasta una gran parte de los chelitos del seguro de desempleo en yerba de la que llega en furgones de flores de esa Colombia a la que nunca volverá. Se fuma cinco o seis cigarrillos diarios, con la esperanza de unos minutos de alegría. Pero la nota siempre le coge con recordar cómo desperdició su vida.

Tatica Pérez, se llama, pero en El Baturro todos la conocen como Azuquita. El maipiolo la trajo de El Rubio prometiéndole que ganaría mucho dinero trabajando como bailarina. Cuando el maipiolo – en su calidad de maestro de ceremonias – la presenta con entusiasmo fingido, nadie la aplaude. Tampoco cuando baila. “Eso e Chu p’aquí, eso e Chu p’allá”, canta El Caballo desde el dicolai. El merengue es propicio para un baile sensual, pero Azuquita baila dura como vienesa católica que baila un vals de Strauss, como robot sin grasa en las coyunturas que baila breidáns. Además, es más flaca que la barra alrededor de la cual intenta contonearse. En lugar de la tarima de un lupanar, debería estar en la pasarela de un desfile de alta costura, donde de seguro triunfaría si no fuera jojota, revejía y si no tuviera los dientes picaos. Nadie la aplaude cuando termina ni le enganchan cien pesos jediondos en la tanga que le queda grande. Nadie la invita a su mesa. Nadie la deja pedir botellas de Vinopiña que el maipiolo – en su calidad de empresario – cobrará a precio de Remí Martanes. Nadie se la lleva a la cuartería del fondo y esos es grave, porque bien se sabe que los asiduos de El Baturro comen lo que le echan. El maipiolo – en su calidad de inversionista – quiere mandarla de vuelta a El Rubio, porque ya han pasado tres meses y como van las cosas nunca va a recuperar el capital de dos mil pesos que les dio a sus viejos para que pudiera llevársela, pues era menor de edad. Ella lo tranquiliza y le dice, con una sonrisa triste, que seguirá trabajando el espectáculo. Y como todos los días, mientras los otros cueros duermen, ella practica en su cuartucho frente a la televisión en blanco y negro que transmite el Show del Mediodía, donde la gordita de las Chicán da golpes de barriga.

Steingrímur Steinpórsson llora como un condenado en la cocina de la voladora que lo lleva de vuelta a Kópavogur. Bueno, la voladora lo lleva a Las Américas donde cogerá un avión que lo llevará a Amsterdam donde cogerá otro avión que lo llevará a Reykjavík donde cogerá otra voladora – de las que en Islandia se llaman bus – que lo llevara a Kópavogur. Nunca se iba a imaginar que ese segundo viaje a Punta Cana iba a terminar en lágrimas, mocos y baba. Steingrímur volvió a visitar a la que él quería que fuera la mujer de su vida, a la que él se quería llevar, una negrita natural de Boca de Yuma que lo hizo gozar en una semana lo que no gozó – ni gozaría – en toda una vida. Cuando lo vio de nuevo, la negrita le puso la cara como un machete y le dijo que ella con él no quería na’, que ella creía que el era de Nueva Yol y que ella de Nueva Yol no pasaba. Ver a un hombre de siete pies de alto, ancho como un armario, con barba y pelo largo de capitán vikingo haciendo bembitos, llorando como un peledeísta perdío, no le ablandó el corazón. La negrita de seguro heredó el carácter militar de su pai, un raso de la Marina, amargado porque siempre está de guardia en La Saona. Y así pasó Steingrímur una semana, llorando, bebiendo Siboney blanco para emborracharse – lo que nunca le pasa a un islandés que se pasa los seis meses de la noche ártica chupando cócteles de vodka y espuma de mar –y para olvidar a la negrita, e ignorando al camarero que le quitó quinientos pesos por maipiolársela y que le juraba que por otros quinientos le conseguiría otra chamaca mejor.

Orquídea Inoa era loca con el presentador, no se perdía un solo episodio de su show de la tarde, mientras suapeaba, tenía las paredes de su cuartucho llena de sus fotos. Bajo el colchoncito destripado de su cama sánguche guardaba docenas de cartas llenas de declaraciones de amor y de faltas de ortografía. Con los chelitos que ahorró cogió una voladora para ir a ver su show. Como estaba en la primera fila, ¡Él le habló!¡Le preguntó su nombre!¡La invitó a imitar la Mulatona! Y ella bailó, ebria de su mirada, como la Cenicienta en su sueño. Pero los sueños se acaban. No fueron las campanadas de medianoche las que marcaron el fin del sueño de Orquídea sino la voz de su amado, al que se le escapó por el micrófono mal cerrado un “baila, la chopa”.  Pero ella no botó ni sus recortes ni sus fotos y siguió viéndolo mientras suapeaba. Y cuando su amado se lanzó a la política, cuando se candidateó para síndico, consiguió un afiche suyo en su oficina de campaña y se las ingenió para pegarlo donde ya no cabía una foto. Cada noche lo veía en su afiche, enamorada, pero triste. Y cada cuatro años vota por él, y maldice sin demasiado convencimiento el que le critique el gorila. En fin, que en el corazón no manda nadie.

Marcelino Scheller** cayó en París cuando Pinochet cogió el poder y cuando lo soltó ya no quiso volver. Todas las semanas le escribía una carta a su mujer. Durante la dictadura y durante la democracia. Y cuando su mujer le pedía que volviera, él le respondía que un día fuera de París era un día perdido. Mejor que ella viniera. Las cosas iban cada vez mejor, le contaba. Había pasado de recogedor de basura a chofer de camión a oficinista a jefe de oficina a director del departamento de limpieza del Ayuntamiento de París. Dieciocho horas por día, siete días por semana, veintisiete años completos de trabajo duro, apenas interrumpidos por las vacaciones que le obligaban a tomar y que se pasaba (re)leyendo los cuentos de Maupassant, habían dado resultado. Si las cosas no avanzaban, le contaba, era porque las autoridades francesas de migración eran unos huevones. Pero el que persevera alcanza, y él perseveraba, le contaba. Le daría la sorpresa pronto, le contaba. Y mientras pensaba cómo decirle que había surgido un nuevo inconveniente, su colega le gritó: “Merde, Guy, acaba de vaciar el zafacón, que no tenemos todo el día”.

Ahí están todos, seis personajes tristes que buscan sin saberlo un autor que les cambie sus vidas tristes por otras felices. A lo mejor Dino Bonao se anima.

* Personajes lamentablemente reales.

**Este último personaje se basa, parcialmente, en el tío Jules, del cuento homónimo de Guy de Maupassant.