El mercado de vehículos en República Dominicana es vibrante. Lo testifican el montaje de ferias y los discursos de máxima satisfacción de voceros de bancos y asociaciones de díleres. Impuestos Internos lo certifica: en el año fiscal 2018 entraron 253,546 nuevas unidades, 6% de un parque vehicular de 4,350,884, con un 88% de fabricados entre 2000 y 2014.

Sí, pero, ¿es todo color de rosa?

Detrás de la envoltura hermosa diseñada por los oferentes y de las emociones desmedidas de los consumidores, hay  historias patéticas que el Estado recaudador no ataca con la virulencia requerida: los engaños con los vehículos chocados y los seguros caros que nada aseguran, pese a sus infinitas promesas de venta al consumidor (desde liquidación total por incendio y robos, hasta daños graves, como explosión de bolsas de aire y torcedura de chasis).

Muchos han sido víctimas. Y yo he sido uno.

Atrapado por la confianza, hace casi cuatro  años compré una jeepeta usada. Lucía espectacular. Perfecta. El amigo, díler informal en ciernes, me dio absoluta garantía de que compraba “una macana”. Al llevarla al banco, para fines de tasado y financiamiento, se ahondó mi felicidad. Los técnicos corroboraron seguido las afirmaciones del vendedor. El préstamo, con seguro full incluido, sólo tardó el tiempo que necesité para expedir los documentos legales solicitados, un par de días. Y ya corría yo, orondo, con mi nave impecable.

UNA NUEVA

Días después, escuchaba un ligero chirriar al cerrar la puerta del conductor. Y me asaltó la duda. El vendedor alegó que “eso no es nada; es algo natural por el tiempo que duró parada”. Aunque medio le creí, diplomáticamente le pedí el carfax. Me lo garantizó. “Claro, dame un chance. En la semana te lo doy”. Los días pasaban, pero el documento no llegaba. Mis dudas crecieron. Entonces, lo solicité por otra vía. ¿Resultado?

En Estados Unidos, el vehículo había sido liquidado por el seguro a causa de choque en el lateral izquierdo delantero, con explosión de las bolsas de aire.

Al increparle al amigo díler por el engaño en la venta, adujo que desconocía la magnitud del daño, pero aconsejó mantener el bien porque “el motor está nuevecito y solo tiene 66 mil millas reales”.

Perdida la confianza, dolido, le devolví la llave y le exigí que importara una igual cuya calidad se correspondiera con el precio pagado. Aceptó. Un mes después, trajo una, aunque con menos accesorios que la anterior. No quedó más remedio que recibirla. El banco procedió al nuevo papeleo con un seguro full durante los cinco años del financiamiento.

Un año y medio después, una pelota  rompía el cristal delantero de mi jeepeta situada en el entorno del estadio de softball del Club de Mayoristas de San Francisco de Macorís. Al llamar a la aseguradora consignada en mis documentos (Mapfre), recibí esta desalentadora respuesta: “Usted no está asegurado con nosotros”.

Juraba que estaban equivocados. Me apersoné a la sucursal Mapfre en el municipio norestano, capital de la provincia Duarte. Revisaron. Buscaron, y nada.

El próximo paso fue llamar al banco. Allí informaron que mi seguro había sido trasladado a Angloamericana. Protesté por la falta de comunicación y un cambio no consensuado con quien paga el servicio.

Respondieron cortantes: -Tenemos derecho a cambiarle a otra compañía sin su autorización.

Como la prioridad del momento era el cristal roto, llamé al seguro impuesto. Respondieron: -“Ah, sí, usted está con nosotros”.

Y esta es una síntesis de las respuestas a mis inquietudes:

-Señorita, ¿tienen sucursal? –“No tenemos  en SFM, traiga el vehículo así”.

-¿Conducir más de cien kilómetros con cristal delantero roto?  -“Es la opción”.

Sorprendido, le contesté: “Señorita, ¿habla en serio? Lo lamento, jamás conduciría así”.

-Señorita, he ido a la Toyota local a solicitar cotización, son 84 mil pesos. ¿Se la envío? –“Espere, señor… (tres minutos en espera). Mire, eso no puede ser; lo que manda es un reemplazo, son como 5 mil pesos”.

Preñado de impotencia y rabia, opté por olvidarme de seguro. Un joven que me ayudaba con el mantenimiento de la guagua, testigo de la escena, se condolió y me mandó a un sitio de la avenida Libertad donde, con mucha diligencia y transparencia, me vendieron e instalaron el nuevo cristal.

Historias como ésa se repiten por montones en República Dominicana, aunque no son visibilizadas en los medios de comunicación, por cuestión de intereses y, quizá, porque no llevan consigo la sangre de los 1,500 o 2000 muertos y heridos cada año en siniestros viales frutos del caos del tránsito; ni la sangre de los 70 o 100 feminicidios, y de otros homicidios y asesinatos.        

Comprar un auto, sobre todo usado, con su respectivo seguro full, no solo implica una larga deuda, sino un alto riesgo de ser víctima de un fraude que, al final, solo le llenará de estrés y un mar de cuentos.

Con una linterna mágica, pague una asesoría antes de la operación. Seguro que le saldrá más barata y su salud no se resentirá.