El sistema financiero dominicano es estable. Las entidades de intermediación financiera en su conjunto suman un excedente de capital de casi 58 mil millones de pesos a febrero del presente año. De su parte, la cartera de crédito ha experimentado un saludable crecimiento nominal en razón de una tasa promedio de 13.52%.
Comparando el total del crédito concedido al sector privado como porcentaje del PIB en República Dominicana con el de competidores directos, podemos concluir que el crecimiento de la cartera de crédito es sostenible. En nuestro país, según datos del Banco Mundial, los créditos de la banca al sector privado representan apenas un 25.37% del PIB, siendo superados por Nicaragua (31.7), Guatemala (32.4), el Salvador (44), Costa Rica (55.11), Honduras (55.26) y Panamá (81.67). Como la República Dominicana tiene un sólido ritmo de crecimiento del PIB respecto de estos países y el crecimiento del crédito ha sido financiado mediante capital bancario y otras fuentes de financiamiento estables, el aumento del crédito se encuentra amparado en fundamentos sólidos.
No obstante, aseverar que nuestro sistema es estable no es lo mismo que afirmar que el mismo sea seguro. El tema es si desde el punto de vista de la estructura de la regulación el sistema financiero es resiliente a los peores shocks y si ella es capaz de contener los efectos adversos de estos shocks para evitar que las externalidades negativas conmuevan el sector real.
Casi por definición es muy probable que no sepamos de dónde va a provenir la próxima crisis, pero sí es posible tener una idea de cuán apto sería nuestro marco regulatorio para lidiar con ella. Un problema fundamental en la prevención y gestión de crisis bancarias y crucial para medir la fortaleza de la regulación es el denominado “muy grande o muy importante para fallar”. La frase refleja el dilema que enfrentan las autoridades cuando una entidad financiera quiebra y, por su tamaño o importancia, sus efectos pueden transmitirse al resto del sistema o la economía. La encrucijada consiste en que si la entidad no es rescatada provocaría grandes daños a la economía, pero si es rescatada se refuerza el mito de que las entidades financieras tienen la garantía implícita del Estado, echando por tierra la regulación que procura modular el riesgo que los bancos deben asumir por su propia cuenta.
Esto fue lo que ocurrió en nuestro país en la crisis financiera de 2003, en donde, a pesar de que la Ley Monetaria y Financiera limita el salvataje a RD$500,000.00 por depositante, el Estado decidió intervenir y rescatarlos en su totalidad, debiendo el Banco Central emitir unos RD$104,857.9 millones. Pero eso no solo ocurrió aquí. Durante la crisis financiera internacional de 2008 fuimos testigos de la misma disyuntiva. El gobierno federal de los Estados Unidos se vio en la necesidad de salvar a AIG, un intermediario financiero que ni siquiera era un banco. Bajo este mismo dilema y en el mismo contexto, la Reserva Federal de dicho país tuvo que otorgar garantías billonarias para que bancos sanos compraran bancos fallidos, como es el caso de la adquisición de Bear Stearns por parte de JP Morgan Chase, lo cual es una forma de salvataje. Conjuntamente con la Fed, el gobierno federal, a través del Departamento de Tesorería, implementó un plan de rescate denominado TARP mediante el cual se aportó liquidez a varias entidades financieras. Estas medidas estuvieron soportadas por una política monetaria sin precedentes ejecutadas por la Fed, manteniendo las tasas de intereses bajas y comprando, agresivamente activos tóxicos para limpiar la hoja de balance de las entidades financieras.
La experiencia demuestra que llegar al frontispicio de una depresión económica empuja a tomar medidas extremas. Al decir de Neel Kashkari, actual presidente de la Reserva Federal de Minneapolis y ex jefe del TARP, sin los rescates financieros en vez de una Gran Recesión hubiera ocurrido otra Gran Depresión. Ninguna autoridad financiera quiere verse en este dilema, pero las crisis y las entidades sistémicas fallidas son situaciones in extremis que coaccionan decisiones que priorizan salvar la economía aunque se sacrifique la futura estabilidad del sistema.
Para nosotros la lección es que aunque el sistema financiero dominicano sea estable, no significa que sea del todo seguro. Lo último depende de que la regulación sea capaz de impedir llegar a esos casos extremos que obliguen decisiones inapropiadas.
Nuestro sistema no está exento de estos casos. Indicio de ello es que existe una alta concentración de riesgos. Solo tres entidades del sistema, de un total de 62, representan el 66.76% de los activos, según datos de la Superintendencia de Bancos de marzo de este año. Además, la diferencia entre la tercera y la cuarta entidad es de más del doble y el promedio total de activos entre las 50 entidades principales es de apenas un 2%. Es decir, que el sistema se compone de una pléyade de astros menores frente a tres gigantes dentro de los cuales uno es de capital público. Esto sin duda exacerba el mito de la garantía implícita del Estado. Otra capa de complejidad hay que añadir si reconocemos el incremento de la interacción entre el sector bancario, el mercado de valores y el de seguros y pensiones, los cuales constituyen conductos de transmisión de shocks que hacen más vulnerable la regulación y el sistema.
Evitar llegar a la encrucijada del “muy grande para fallar” implica ajustar la regulación del sistema financiero dominicano para que sea más seguro. La regulación debe tender a que las entidades de intermediación financiera sean menos propensas a fallar, mejorando la calidad y la versatilidad del capital exigido, de manera que el mismo se pueda ajustar a las tendencias del mercado, al tamaño de la entidad y pueda soportar escenarios inesperados. También es preciso garantizar que los bancos recurran a fuentes de financiamiento estables que permitan una robusta gestión de liquidez. Por otro lado, la supervisión debe ser más aguda y es requerido que se complemente con una vigilancia macroprudencial. Otro objetivo de la regulación es hacer que los bancos sean seguros para fallar. Es decir, que la quiebra de uno o varios de ellos no se transmita al resto de la economía, para lo cual es preciso un procedimiento de resolución bancaria ágil y eficaz para que transmita y mantenga la confianza en el sistema. En términos institucionales, un aspecto relevante y más idiosincrático a nuestro contexto, es la independencia de los reguladores, pues tomar decisiones difíciles en situaciones extremas requiere de una estructura institucional que dificulte las filtraciones políticas y la captura del regulador.
No obstante todos estas medidas, aún pendientes en la agenda dominicana, no hay fórmulas ni recetarios infalibles. Con razón Neel Kashkari ha dicho en más de una ocasión que aún adoptando las políticas señaladas el peligro del “muy grande para fallar” no desvanece. Así de serio es el tema, así de urgente es la necesidad de hacer nuestro sistema financiero más seguro.