He dicho que, unido a la igualdad de tratamiento, la doctrina se refiere a los principios de seguridad jurídica, de buena fe y a la protección de la confianza legítima como fundamentos del carácter vinculante del precedente administrativo: de esa obligatoriedad que se le atribuye frente a la Administración (a la que se le opone un caso similar). Obvio que he resaltado la esencialidad del primero—la igualdad de trato—, en tanto que es su inobservancia lo que desencadena la vulneración de estos otros principios. Y es que la concreción que supone aplicar o no un precedente administrativo a un supuesto específico prohibiría que el intérprete se deshaga de esa verificación previa de las similitudes de los casos. De ahí que el desconocimiento de la igualdad implicaría entonces la transgresión de la certeza que ha de esperar aquél que se encuentra en la misma situación de quien resultara beneficiario de la actuación previa.
De esa certeza se origina la seguridad jurídica y en gran medida, por qué no, la buena fe y la protección de la confianza legítima. De ésta—la seguridad jurídica—, que se imbrica en el mismo texto constitucional con la vieja redacción que impone al Estado no afectar o alterar la seguridad jurídica derivada de situaciones establecidas conforme a una legislación anterior (art. 110, Constitución), se dice que es por la cual la Administración se somete al derecho vigente en cada momento, sin que pueda variar arbitrariamente las normas jurídicas y criterios administrativos (art. 3.8, Ley núm. 107-13). Y en el ámbito propio del derecho administrativo se le denomina ya como principio de seguridad jurídica, de previsibilidad y certeza normativa: una clara orientación hacia la concreción que, tratándose del precedente, supone el ejercicio de prerrogativas administrativas y, particularmente, de aquellas de naturaleza discrecional. Es el abordaje de la seguridad jurídica referida al funcionamiento del complejo normativo, como bien dice Diez Picazo, en adición a la cognoscibilidad del significado y alcance de las normas. Interesa, pues, la primera acepción, la que comporta la previsibilidad de que los poderes públicos, en un caso concreto, actuarán o dejarán de hacerlo y de que, si actúan, lo harán de una manera determinada y no de otra (Diez Picazo, p. 13). Es esto lo que hace de la seguridad jurídica un concepto de absoluta relevancia para el estudio del precedente administrativo, por cuanto la variación arbitraria en el comportamiento formal que tranquilamente se espera de la Administración provoca el estallido antijurídico de la certeza. Su alteración implica desconocer la previsibilidad, proscribiendo igualmente la expectativa que genera la Administración en un caso determinado.
Conjuntamente con la seguridad jurídica, la buena fe se erige en un principio clave para el buen entendimiento de la doctrina del precedente administrativo. Porque en su actividad, en el ejercicio de la función administrativa, la Administración habrá de actuar siempre apegada a la buena fe, que no es sino un estándar ético de actuación: un parámetro del accionar que se espera y exige de la Administración en el despliegue de sus poderes. Y es indudable que infringirá ese estándar ético aquella Administración que no observare el precedente en un caso similar. En nada difiere de la buena fe prevista en la codificación napoleónica para los contratos de derecho privado. Y se trata, por demás, de la misma lógica aplicable a la seguridad jurídica, a la certeza y a la previsibilidad en el accionar administrativo. Para el procedimiento administrativo, la buena fe implica una presunción recíproca entre los administrados y la Administración en el ejercicio de sus competencias, derechos y deberes (art. 3.14, L. 107-13).
Más interesante aún resulta la relación de la confianza legítima con la doctrina del precedente, pues no hay dudas de que tiene más relación con la obligación de observar lo decidido con anterioridad por la Administración —en el entendido de que resulta previsible que así lo haga—, que lo propio de la seguridad jurídica o de la buena fe. Esto quizá dado que en su evolución conceptual es fácil advertir la relevancia que tiene el precedente. La doctrina española, por ejemplo, lo define, en conexión con los principios de buena fe y seguridad jurídica. Sánchez Morón, en ese tenor, sostiene que este principio obliga a la Administración a respetar la confianza que el ciudadano haya adquirido en su comportamiento futuro y que haya sido inspirada por actuaciones inequívocas de aquella (…) La confianza legítima protege a los individuos y a las empresas contra cambios bruscos e imprevisibles de criterio de la Administración (…) no ampara la simple expectativa de que las circunstancias vayan a mantenerse (Sánchez Morón, Miguel. Derecho Administrativo. Parte General. p. 129). Igual lo explica Luis Ortega a partir del origen de la confianza legítima en el derecho alemán, destacando que surge, por supuesto, vinculado con la seguridad jurídica y la irretroactividad normativa como modo de protección de protección de las expectativas que un ciudadano tuviese puestas en una determinada forma de aplicación de las normas debido a una previa actuación de la Administración (Ortega, Luis. Precedente administrativo. En Muñoz Machado, Santiago et. al. Diccionario de Derecho Administrativo, pp. 1917-1918).
Pero la Administración no queda vinculada de por vida a un precedente, ni siquiera en aras de resguardar la confianza legítima, la seguridad jurídica o la buena fe. Esto por varias razones, aunque comúnmente se agrupen en dos: el precedente contra legem o antijurídico no genera un derecho de un particular en exigir su aplicación. Lo anterior incluye los supuestos de una actuación deficiente de la Administración (Ortega, Luis. Ob. cit., p. 1918). Todo por tratarse de “precedentes” forjados ilegalmente o de forma defectuosa. Tal sería el caso, por ejemplo, de actuaciones administrativas carentes de motivación, no importando siquiera que dichas actuaciones gocen ya de firmeza. A esto no puede vincularse una Administración.
En segundo lugar, los intereses en juego que dieron pie a un determinado precedente pudieran cambiar, incluso por razones propias de la dinámica de un ordenamiento jurídico variable. Porque nadie duda que la evolución en torno a la interpretación misma que supone el interés general en una época determinada pudiera dar con un nuevo criterio, criterio que obviamente tendrá por fin salvaguardar el interés general. No puede petrificarse la función administrativa con base a una relación particular pasada; peor aún en aquellos supuestos, como señalé, donde adicionalmente se trate de una actividad administrativa defectuosa. En tales casos se impondrá un especial deber de motivación sobre la Administración. De esta manera, según la doctrina, el cambio interpretativo o de actuación debe ser razonado en función de la mejor satisfacción de los intereses públicos en presencia (Idem.). Explicación—agrega Ortega—que es la base para un adecuado control judicial, ya que cuando las razones aportadas no justifiquen una mejor persecución del interés público, los tribunales pueden entender que la conducta administrativa incurre en discriminación o en vulneración de la confianza legítima (Idem.).