En la sala de espera de la dermatóloga, no tuve tiempo de alcanzar el control y cambiar el canal de noticias. Quería evitar que mi hija, y otros niños presentes, vieran la tragedia de la matanza del preescolar en Estados Unidos. Conocía el sesgo equivocado de la información, culpar las armas y los videojuegos, y que mi comentario sería requerido por una pequeña, totalmente ajena a mi concentración y esfuerzo mental para vencer la fobia a cualquier cirugía. Más o menos así le hable a ella, y más tarde a sus hermanos, de ese penoso caso.
Un problema que he leído sobre esa escuela es que no había personal de seguridad en la puerta o el interior que hiciera frente al agresor. Le pedí que pensara quienes tienen, ahora en tercero de primaria, esa responsabilidad de protegerla a ella y sus compañeros y si recordaba a los que, función similar, hacían en otros colegios. Joaquín, Siori, José y Martín son parte del actual escudo o línea de defensa. Los tres primeros son jóvenes que ayudan diligentemente a los niños a salir de los autos con sus mochilas. De forma ágil, respetuosa y saludos mutuos de hola y primer nombre. Martin, un simpático agente de seguridad privada, pistola al cinto, parece maestro de ceremonia recibiendo a todos en la puerta, con amplia sonrisa, cantando nombre o apellido y en ocasiones con adornos como “Aquí está la Soooooofi…” que me recuerda la bolerista boricua. Los padres que diariamente somos testigos de esa empatía natural que los cuatro tienen con todos los estudiantes, estamos confiados en que tendrán valor para enfrentar y repeler cualquier agresión violenta contra niños y adolescentes.
Su antiguo colegio también tenía esa combinación de personal de seguridad, algunos con armas y otros con macanas, para el control del flujo de autos y personas en el estacionamiento y áreas circundantes al instituto. Ella los recuerda a todos por sus nombres, aprecia ahora más que nunca su importante labor, y tampoco ha olvidado a Richard, el celoso civil responsable de la custodia de un pequeño preescolar de jóvenes profesoras a las que los niños llaman “tías”. Aunque desprovisto de fuego letal, por instrucción de la dirección, una vez lo lleve a que me confesara “por ahí tengo una puyita escondida que aprendí bien a usar en el campo, en caso de que aparezca un loco violento o asaltante”. Aquí, donde creo no ha ocurrido un solo incidente de tiroteos y muertes en un recinto escolar, la norma de los dueños de colegios privados es proveer seguridad preventiva similar a la descrita. Tiros, cuchillos, palos y puños son barreras que aquí hubiese tenido que pasar ese miserable asesino de niños y de las valerosas profesoras que con sus cuerpos trataron de proteger sus alumnos. Sorprende entonces que allá, donde aumenta la frecuencia de esos casos, pero poseer armas para defenderse es un derecho constitucional, la escuela de infantes de Newtown estuviese desprotegida. Tal vez por esa razón fue escogida como blanco por el asesino, probando así ser más cobarde que demente.
Forzado a comentar de las armas, los videojuegos, que tanto entretienen a sus hermanos mayores, y un segundo requerimiento, que referiré a sus madrinitas, para aclarar la noticia sobre lo que Miguel quiere hacer a su abuelo, cancelo la cita, me marcho con el porcentaje de grasa intacto y sigo con el rollo camino a la casa. A las personas no se les debe prohibir tener y portar armas de fuego. Esto limita o elimina la posibilidad de defender su vida contra el ataque de otros individuos, del gobierno o ejército invasor. Los Estados Unidos nacieron con una enmienda constitucional que a los ciudadanos les da derecho a portar armas por esas razones, tan válidas ahora como lo fueron en el pasado. Los millones de americanos que las tienen para protección u otros usos no violentos, y por generaciones las han usado sin conflicto con la ley, están conscientes de la sabiduría que resume un bumper sticker: “Cuando las armas son ilegales, sólo los que están fuera de la ley las consiguen.” El desarme de la población por eso a quien más alegra es a los delincuentes. Su oficio va a prosperar tan pronto pasen a enfrentarse a víctimas sin medios mortales de ofrecer resistencia, en el mismo inmutable escenario de una fuerza pública normalmente distante a la escena de sus crímenes.
El derecho a tener armas para la autodefensa es lo que hace en Estados Unidos que el servicio de defensoría pública gratuita no sea, como aquí, visto como un parche mal pegado. Poder adquirir con facilidad armas es una forma de garantizar los medios para disfrutar el derecho fundamental a la vida. Proveer un abogado a los imputados de delitos que no puedan pagar, una que garantiza el derecho de defensa y la presunción de inocencia, pilares ambos de su sistema judicial. Población armada y defensoría pública gratuita son también escudos contra excesos del gobierno en el uso de la fuerza bruta o acusaciones falsas. Esa armonía o sincronización aquí no existe. Tenemos una draconiana ley de porte de armas que, en la práctica, impide al ciudadano común adquirirlas para su defensa y lo deja a expensas de la protección que puedan brindar entidades públicas, profusa en navidad y muela de gallo el resto del año.
La oferta limitada y controlada de armas legales hace que la inversión en una pistola económica ronde un año de salario mínimo. Por el alto costo más un engorroso trámite burocrático para el permiso, el asaltante sabe que son escasas las probabilidades de que su víctima, plato del día, este en posesión de un arma. Está consciente también que la posibilidad de encontrarse, a la hora del delito, con policía o civil justiciero anónimo, es la misma que si buceando se le enreda el tanque de oxígeno en la trompa de un elefante. Para el bandido la oferta de armas es amplia por la importación ilegal, fabricación casera o el curioso alquiler de algunas que están oficialmente asignadas en base a un reglamento. Quien cae víctima de esta asimetría, no hay forma que entienda que en los tribunales el asaltante dispone de la representación expedita y gratis de abogados que, para añadir sal a la herida, exhiben un registro impresionante de liberar reconocidos delincuentes profesionales por tecnicismos legales o errores procesales, tan burdos que parecen intencionales.
Me recordé, sin exponer obviamente por el rango de edades en la improvisada peña familiar, el caso de Victoria. Costo y burocracia le habían impedido adquirir legalmente la pistola pequeña que quería por su temor a ser víctima de un asalto sexual. Su pesadilla pasó a realidad con el asalto de un depravado armado, que fue capturado horas después por su historial de reincidencia en la zona. En el conocimiento de medidas de coerción, Victoria pensó en las autoridades que obstaculizaron su derecho natural de autodefensa, mientras contemplaba con horror a servidores públicos tratar como personalidad de alfombra roja al violador reincidente que en el banquillo nunca han dejado pasar de imputado. De la experiencia comentó: “Era un ambiente imposible de sentir que se haría justicia. Llegué hasta pensar que me obligarían a salir del tribunal a la clínica para pagar el procedimiento por el priapismo que al violador le provocó el estimulante sexual que se tomó antes de atacarme.”
Finalmente, es incorrecto culpar a las cosas de las acciones de las personas. Ni el rifle ni los videojuegos de guerra provocaron la matanza de niños. Si fuera así entonces habría que culpar a la mini y el escote con que andaba Victoria el día que la violaron. Tomada la malvada decisión de atacar una escuela sin defensa, el arma escogida era una de las múltiples combinaciones letales que se ajustaban a su propósito. Los videojuegos, por otra parte, son un entretenimiento donde el exceso se puede detectar fácilmente con las calificaciones escolares, el índice académico o la proporción que consume del tiempo de ocio disponible de nuestros hijos. Contra éstos, además, hay un antídoto eficaz que ya expuse en otro artículo aquí en Acento: vea en familia “Johnny empuñó su fusil”, película de Dalton Trumbo. Le garantizo que jamás pensaran en apretar un gatillo para iniciar una agresión, quedan inmunizados contra la propaganda para unirse, voluntariamente, a ejércitos que están en guerra fuera de sus fronteras y les dará valor para enfrentar cualquier intento de conscripción, fundamentado en contiendas remotamente vinculadas a la defensa nacional.