La seducción, televisada hoy como vulgar e inútil acto, vendida en todos los colores, el mentiroso incluido, traicionada y violada, nos merece atención y acaso su rescate. En un texto aparecido en el diario mexicano El Universal su autora nos incitaba a meditar sobre el tema a partir de las observaciones de que “…seducir es morir como realidad y producirse como ilusión… el miedo del seductor es ser seducido, pero es el ser seducido lo que resulta seductor…” Penosamente, la seducción posmoderna se ha escurrido fuera del círculo de lo íntimo constituyéndose en instrumento del mercado que deforma los propósitos a las esferas de lo real, sean ellas el poder, la verdad, la belleza o la economía.
Proveniente del griego apatáo (engañar, defraudar, traicionar), en su acepción latina seducir es seducere: engañar, persuadir suavemente al mal, concepción sugestiva de que históricamente la seducción ha viajado junto a la falacia y la hipocresía; que ha sido rito y acto de supervivencia, propuesta que sus protagonistas rehúsan abandonar alimentándola en una danza ahora sueño y mañana realidad. En interminable bolero, hechizo y rechazo, y, en consecuencia, pacto.
En la cronología del hombre Neanderthal se dificulta estudiar dicho fenómeno sin abrazar lo especulativo ya que nuestros antepasados carecían de la conciencia de la seducción por una razón esencial: la hembra y el macho existían, y actuaban, puramente a merced del instinto. Con el transcurrir de los siglos la evolución de la pareja se desarrolló paralela al grado de dominio que el hombre ejercía sobre la naturaleza. Es así como la aparición de asentamientos poblacionales conlleva a la desaparición de la cultura nómada y a las relaciones libres entre la horda. El culto a los dioses, los estamentos de poder (feudo, nobleza o clase) y finalmente la monogamia (en la cultura occidental), sellaron de manera definitiva los modelos de apareamiento humanos en épocas a venir.
En la literatura, por su parte, los personajes de Caperucita, La Celestina, Don Juan y La Bella Durmiente constituyen referencias que en sus contextos particulares de alguna forma reinventaron la seducción: Juan Ruiz, Arcipreste de Hita, es el arquetípico seductor fracasado en “El Libro de buen amor”; a Caperucita, a pesar de lo feroz de aquel animal es la inocencia quien le seduce; el éxito de “La Bella Durmiente”, su “final feliz”, es la antítesis de la seducción pues esta se esfuma tras la consumación del logro.
La idea de que el logro final de la seducción indique “su muerte como realidad y su nacimiento como ilusión”, es quizás mejor comprendida a partir de la fábula del pecado original: el consumo del árbol prohibido del bien y del mal que resultado de la tentación del demonio llevó al castigo de Adán, Eva y toda la humanidad condenándole al destierro del Edén, al pecado, a la muerte, a la enfermedad y al trabajo. En el ámbito místico recordemos además que la historia narrada en Génesis 3:19 es al menos parcialmente compartida por las religiones monoteístas; sin embargo su interpretación varía entre las denominaciones ya que en el cristianismo, a título de ejemplo, la doctrina respecto a la seducción de Eva (que se establece a partir del Concilio de Cartago con los textos de San Agustín de Hipona) sostenía la noción de una corrupción fundamental de la naturaleza humana. Ulteriores interpretaciones antropológicas y psicoanalíticas de este pasaje bíblico le atribuyen una alegoría de acto sexual adjudicándole a Eva una responsabilidad de pecadora, víctima ella, a su vez, de Satán, Shaitan, “el tentador”.
Las cartas de Cordelia dicen así: “Johannes, no te llamo mío… comprendo perfectamente que jamás lo fuiste y por eso me siento castigada con tanta dureza por haberme aferrado a esa idea, como a mi única alegría. Pero te llamo mío, mi seductor, mi embaucador, mi enemigo, origen de mi desventura, tumba de mi dicha, abismo de mi desdicha (…) te llamo mío y me considero tuya…” Se trata del danés Soren Kierkegaard, filósofo y cristiano radical del siglo XIX quien con indudable tono autobiográfico se confiesa en “El diario de un seductor”.
En este libro fundamental del pensamiento pre-existencialista Kierkegaard se proyecta en un Johannes que no desea la posesión física (la cual destruiría la seducción misma) porque el sexo no la es, ni tampoco la niega, tal como afirma el poeta español Leopoldo Panero en homenaje: No es tu sexo lo que en tu sexo busco /sino ensuciar tu alma: desflorar /con todo el barro de la vida /lo que aún no ha vivido.
Mas, Kierkegaard es, en toda justicia, un angustiado que persigue alimentar y perpetuar la pasión por Cordelia invadiendo y sublimando cada rincón de sus emociones, quizás sobreviviendo de esa forma la más profunda de las angustias: la incomprensión de su propia tristeza.
No debe olvidarse que, si partimos del simbolismo de la seducción allende lo corporal, lo erótico o lo sentimental, notaremos que el acto de provocación artística, en su sentido puramente lúdico, lleva consigo el insoslayable poder transgresor de la evocación y la complicidad observador-creador. Es decir, que es posible, y también deber de todo artista, el sacudir al ojo, la memoria o el oído de quien recurra a cualquier expresión en búsqueda de un algo. Trátese ello de la estricta observación sensorial, del placer provocado por una pieza musical, un texto, un grabado, o en el mejor de los casos por la seducción del pensamiento acto que por supuesto no se circunscribe exclusivamente a la ilusión erótica.
Baudrillard fue más allá cuando estableció los rasgos del juego seductor y sus múltiples variantes: la seducción ritual-animal, la femenina y la “fría simulación del hipercapitalismo”. Simulaciones que en el caso de la mujer sometida al dictado del ethos occidental judeo-cristiano son expresadas en el maquillaje, en particular en la boca-fetiche, objeto tentación del imaginario y artificio varonil que las disciplinas neurocognitivas han demostrado en sobradas ocasiones constituye un foco fundamental de su atención en aquel juego.
¿Qué queda entonces de la fuerza reversible de la seducción? pregunta el ensayista Martin Cuccorese; el autor de “Jean Baudrillard y la seducción” responde: “Bajo el genio maligno de ella, todo escapa a su finalidad. Incluso al pensamiento se le escabullen sus propósitos. Desligado de cualquier función política, social o comunicacional, el pensar ya no es más que una apariencia que juega con otras apariencias, las del mundo”. La seducción posee reglas, insiste Cuccorese: Tiene secretos, es dual ya que implica relación, es destino y desafío y, por ende, reversible. Sentencia además que ella “no tiene utilidad alguna, es puro gasto, y cruel porque lleva implícita el sacrificio”.
Así, hemos arribado al amor virtual de la webcam y del chateo, a la ubicua y antipoética búsqueda de pareja en la civilización del existir binario; a la satisfacción inmediata del momento Kodak y los mentirosos pixeles de los comerciales. A los “manuales de conquista” bajados de internet que garantizan éxito por sólo $19.99; al frío romance instantáneo y a la muerte de la imaginación mientras en este siglo XXI control remoto en mano, perseguimos en pantalla los vestigios de aquellas epopeyas de Quevedo o Baudelaire.
Aún más, la pornográfica diseminación de la imagen corporal impuesta nos incita a vacilar sobre lo que es bello, y ocupadas nuestras existencias en el afán del mercado, dudamos si acaso también hemos olvidado los sueños. Mientras tanto, yo seduzco, tú seduces, y por favor no te detengas. Aún no hemos asesinado la esperanza.