Hasta la publicación en 1991 de mi obra Los últimos días de la era de Trujillo, se desconocía el lugar donde permaneciera oculto durante seis meses el después mayor general Antonio Imbert Barreras tras el asesinato de Trujillo, ocurrido treinta años antes. Imbert se refugió en la residencia de los cónsules italianos, los esposos Mario y Dirse Cavagliano, quienes antes habían también arriesgado sus vidas y las de sus hijos ocultando a Guido D’Alessandro (Yuyo), a quien ayudaron incluso a salir del país disfrazado de turista en un buque de pasajeros.
Imbert llegó a la casa de los Cavagliano dos días después del tiranicidio, eludiendo la represión que se había desatado contra los responsables de la muerte de Trujillo. Temiendo ser descubierto, esa misma noche dictó una carta narrando la forma en que habían consumado el hecho. Liliana, la hija de Mario y Dirse, pasó a máquina el dictado que luego firmó Imbert. Días después, Mario aprovechó que Armando D’Alessandro, hermano de Yuyo, fuera excarcelado por gestiones de la OEA, para visitarlo en su residencia ubicada en las cercanías del Palacio Nacional para entregarle el documento. Consciente del peligro de que se le encontrara en su poder, Armando lo enterró envuelto en una funda plástica bajo una losa cubierta por una alfombra debajo de la mesa del comedor. El papel permaneció allí ocultó años después de desaparecido el régimen, cuando ya Imbert había dejado la clandestinidad, declarado Héroe Nacional y designado mayor general del Ejército.
No fueron esas las dos únicas veces que la familia Cavagliano arriesgó su seguridad para proteger a dominicanos perseguidos de la intolerancia. En su oportunidad lo hicieron igual a favor de Manolo Tavárez y Peña Gómez. Numerosas calles llevan nombres de personajes cuyo mérito fue servir a Trujillo. Pero ninguna vía o plaza de esta ciudad honra el valor de esa noble familia.