Abre la puerta del bar… El quinto que visita esta larga noche. Una densa humareda gris le azota el rostro, mezclada con el olor de cerveza agria. Se tropieza con su reflejo en el espejo, que a modo de decoración colgaba en la entrada. Tenía los ojos ribeteados de rojo, propio de quien ha tomado en exceso. La mejillas abotagadas, los cabellos revueltos, el vestido sucio y en desorden. Pero no fue eso, sino su sonrisa fingida, que no admitía esperanza, ni consuelo, mucho menos alegría, lo que la hizo regresarse, y no entrar.

Caminó hacia el lado opuesto, sin destino alguno. La llama turbia de los faroles que iluminaban el camino vacilaba al soplo del viento. El tumulto de la fiesta se extinguió, y el ruido se convirtió en un débil zumbido fácilmente ignorado. Su respiración se hizo penosa, sus pensamientos se obscurecieron. A cada pulsación, un dolor, penetrante como una aguja, le atravesaba las sienes. No lograba encontrar en el aire fresco del parque que ahora atravesaba, el reposo ni la frescura que buscaba. Dirige su mirada hacia el cielo, ya surcado de bandas rosadas y anaranjadas, anunciando el amanecer.

–          ¿Ibas a pasar sin decirme buenos días?

Le dijo un hombre que estaba sentado en un banco del parque, de barba oscura, y apenas 30 años. Ella se detiene un momento, desconcertada, y se percata de que el hombre es ciego.

–          Buenos días.

Le responde, dispuesta a continuar divagando.

–          No eres de por aquí.

No era pregunta, y eso le llamó la atención.

– Pues no soy yo la que tiene el acento.

El asiente, mientras se le dibuja en los labios una sonrisa indulgente.

–          Ah, pero de conocer este lugar, no lo atravesarías sola a estas horas.

–          Peores lugares he atravesado sola.

Responde ella en voz baja, y con más gravedad de lo habitual.

–          ¿Y eso te hace valiente?

–          Que tengas buen día.

Se despide ella en tono cortante, sintiéndose desafiada.

–          No, espera. Estoy desesperado por charlar con alguien interesante. Acompáñame a desayunar.

Dice, mientras apunta con el rostro hacia una cafetería que está cerca.

–          Está cerrada.

Le informó.

–          No lo estará en unos minutos.

El ciego bordeaba lo rudo, pero había algo en él que la atraía. Quizás su ademán sincero. Aunque ella nunca respondió a su invitación, él tomó su silencio por aquiescencia.

Mientras penetran juntos el parque para llegar hasta la cafetería, ella se fija en los rayos de Sol que se deslizan a través del tupido follaje, adornando con manchas de oro el césped, los bancos, y sus cuerpos.

–     Es una cosa particular el Sol a esta hora…

Le dijo. El se pasa una mano por el rostro como para cubrirse del rayo de Sol que le dora las pestañas. Un gesto tan particular como este, le recuerda que es no vidente. El andaba con un paso tan descuidado, ágil y acostumbrado que lo había olvidado. Se arrepiente de haber hecho el comentario.

–          Lo es. Es una de las cosas que mejor recuerdo.

Responde con mucha naturaleza.

–          ¿Qué fue lo que te sucedió?

–          La causa de mi ceguera es un gusano tan pequeño, que no puede ser percibido por el ojo humano. Vivía en Venezuela, y nadé en un lago muy profundo donde tuve contacto con el mismo. Allí fue cuando el mundo se volvió borroso. Fue progresivo. Aunque a ti te puedo ver con bastante claridad.

Eso la hizo sonreír.

–          Imposible. Soy invisible.

–          No para mí. Yo veo dentro. Uno de los beneficios de mi tragedia.

–          Entonces quizás no sea una tragedia.

–          La vida es una tragedia.

Con estas palabras la asalta un recuerdo que le hiela el rostro. Sus dedos se aprietan violentamente en un puño, en un intento de apaciguar el dolor.

–          ¿Por qué has estado llorando?

Le pregunta. Ya no le sorprende que pueda notarlo, sabe que él es muy perceptivo. Pero no estaba lista para hablar de su dolor con nadie aún.

–          No todo puede ser expresado.

Se limita a responderle. El no insiste por un rato, y continúan caminando mientras él canturrea una tonada melancólica. A pesar del dolor que ella siente, no puede evitar sentirse cómoda en un lugar tan pacífico, era éste un momento de solemne encanto. Llegan a la cafetería, que ahora estaba abriendo.

–          A veces, un extraño puede ser la mejor de la compañías, porque no te conoce lo suficiente como para estar predispuesto por una opinión de ti.

Le dice, mientras se sienta negligentemente en una silla, que parece ser la que habitualmente ocupa. Una necesidad de contarle la causa de su dolor arde de repente en sus venas. Quizás si le cuenta su secreto a alguien, pueda hallar el reposo que tanto busca. Exhala un gran suspiro.

Mientras ella empieza su historia, él inclina su cabeza para atrás, tomando el talante de un confidente, o más bien, de alguien que está apunto de convertirse en uno, y no está muy seguro de su papel.

Solemos cegarnos insensatamente, ante las cosas que tenemos en frente. Debemos aprender a observar también con el alma.