Como es sabido, en fecha 04 de julio de 2013 nuestro honorable Tribunal Constitucional dictó su Sentencia No. TC/0110/13 mediante la cual declaró no conforme a la Constitución de la República la Resolución No. 14379 – 5 de fecha 11 de noviembre de 2005 dictada por el Procurador General de la República que regula el otorgamiento de la Fuerza Pública (…).

En síntesis, el TC basó su fallo en los siguientes argumentos: (i) la supervisión del ejercicio de las atribuciones a cargo de los alguaciles se encuentra en manos de la Suprema Corte de Justicia, no de la Procuraduría General de la República; (ii) regular el ejercicio de la fuerza pública se enmarca dentro del derecho fundamental a una tutela judicial efectiva consagrada en el artículo 69 constitucional por incluirse en ello la ejecución de sentencias judiciales y, por ende, se reglamenta mediante ley orgánica; (iii) obligar al ejecutante a requerir la fuerza pública como condicionante de su actuación viola el principio de legalidad consagrado en el artículo 40 numeral 15 constitucional; y (iv) se encuentra a cargo de los jueces del Poder Judicial velar por la ejecución de sus sentencias, no del Ministerio Público.

Para algunos juristas y para el mismo TC, la declaratoria de inconstitucionalidad inmediata de esta norma dejaba mayores problemas que permitir que su reinado continúe dentro de nuestro ordenamiento jurídico en el momento. Por lo que, el TC decidió diferir sus efectos por un periodo de 2 años, exhortando al Congreso Nacional a resolver mediante ley orgánica la problemática.

No obstante lo anterior, el pasado 03 de agosto de 2015, el honorable Consejo del Poder Judicial dispuso mediante su Resolución 17 – 2015 que (i) los jueces que integran el PJ deben rendir en sus sentencias susceptibles de ejecución la obligatoriedad de requerir la fuerza pública al momento de ejecutar, conforme a las disposiciones de la Ley No. 133 – 11 y, además, consignar en sus dispositivos que la ejecución deberá estar auxiliada por el Ministerio Público; y (ii) que es obligatorio requerir la fuerza pública para poder ejecutar una sentencia dictada por un tribunal del PJ.

A nuestro modo de ver las cosas, presumimos que las intenciones del Consejo estuvieron, indudablemente, arropadas por la buena fe, toda vez que, como veremos más adelante, son de conocimiento general los obstáculos que se manifiestan en la ejecución de sentencias judiciales y las consecuencias que se derivan de la entrada en vigor de la TC/0110/13. Ahora bien, no podemos dejar de lado que su transgresión al dictado de nuestro TC, así como a todas las normas que lo rigen, fue verdaderamente lamentable y no refleja asidero jurídico alguno.

Por un lado se encuentra la TC/0110/13 que claramente deja por sentado que, aún cuando corresponde a los jueces del PJ ser guardianes de la ejecución de sus sentencias, la regulación legal de tal aspecto es exclusivo del orden legislativo, específicamente mediante una ley orgánica.

Más aún, las atribuciones del Consejo no son siquiera similares a aquellas que ha pretendido alegar este en su resolución. De manera bastante desafortunada, el CPJ ha tergiversado las palabras de nuestro TC al citar –como fundamento a su decisión –una de las motivaciones de este órgano. Básicamente, ha pretendido concluir que, como el mismo TC ha dejado claro que el trabajo de los alguaciles se encuentra a cargo de la SCJ, son entonces facultades del CPJ regular el otorgamiento de la fuerza pública, cosa que denominamos como: bastante desacertada.

De acuerdo con los artículos 155 y ss. de nuestra Carta Magna y los artículos 8 y ss. de la Ley No. 28 – 11 Orgánica del Consejo del Poder Judicial, este último tiene únicamente facultades administrativas y disciplinarias. Se encuentra a su cargo realizar los proyectos de presupuesto del PJ, sancionar las faltas cometidas por los jueces (excluyendo los de la SCJ), empleados y funcionarios del PJ, incluidos, obviamente, los alguaciles. Es entonces a simple vista que nos percatamos que la decisión adoptada por este órgano escapa por completo de las atribuciones que le otorga la misma ley que lo funda y nuestra Constitución.

Aquí, en efecto, se materializa una violación al principio de legalidad referente a las actuaciones de los poderes públicos, del que obviamente no escapa el PJ. Por ello, nos permitimos citar textualmente un extracto del artículo 4 constitucional: “(…) Estos tres poderes –Poder Ejecutivo, Poder Legislativo y Poder Judicial –son independientes en el ejercicio de sus funciones. Sus encargados son responsables y no pueden delegar sus atribuciones, las cuales son únicamente las determinadas por esta Constitución y las leyes”.  Esto, sin lugar a dudas, es un simple acopio de la Teoría de la Separación de Poderes acuñada y desarrollada por Montesquieu en su obra El Espíritu de las Leyes. Su implementación en los diversos ordenamientos jurídicos es la piedra angular del funcionamiento del aparato estatal y de él depende la eficacia en el trabajo diario de los poderes del Estado. Y, como en este caso pone en velo, su transgresión implica, nada más y nada menos, que la decadencia de un estado social y democrático de derecho, como en papeles, es el nuestro.

Por si fuera poco, la Resolución No. 17 – 2015 dictada por el CPJ viola incluso el principio de independencia de los jueces dispuesto en el artículo 10 de la Ley No. 821 de Organización Judicial. En pocas las palabras, los jueces (en sentido lato sensu) son completamente libres e independientes al momento de interpretar y aplicar las normas sometidas a su escrutinio, salvo aquellas directrices trazadas por el tribunal de cierre: el Tribunal Constitucional. De ahí que en la pirámide de Kelsen, aterrizada al sistema jurídico dominicano, no se concibe la vinculatoriedad de la jurisprudencia, es decir, las interpretaciones legales realizadas por la SCJ. De ello se colige entonces que los órganos superiores del Poder Judicial, dígase, la Suprema Corte de Justicia y mucho menos el Consejo del Poder Judicial, pueden conminar a los tribunales que lo integran a fallar de una determinada manera, cosa que, al parecer, ha olvidado por completo nuestro honorable Consejo.

Insistimos entonces que: presumimos la buena fe del Consejo al momento de dictar la resolución objeto de este análisis pues, como bien señala el honorable Mag. Hermógenes Acosta en su voto disidente de la TC/0110/13, son comunes las irregularidades latentes en los procedimientos de ejecución de sentencias judiciales por parte de los alguaciles. Precisamente por ello, el Consejo ha dado un carácter de provisionalidad a su resolución para lo que, como diríamos en lengua dominicana, en lo que el hacha va y viene y nuestro Congreso se decide hacer frente al trabajo que ha dejado a su cargo el TC, ya tenemos una “solución”.

Dicho lo anterior, es nuestro parecer que el Congreso debe en lo adelante adoptar una ley orgánica que limite las actuaciones y requerimientos realizados por el Ministerio Público para el otorgamiento de la fuerza pública para la ejecución de sentencias. El Procurador Fiscal apoderado de tal solicitud tiende incluso a dar plazos para depósito de escritos tendente a permitir a las partes exponer sus alegatos de defensa de cara al embargo que se avecina. Las medidas de ejecución, ya sean ejecutivas o conservatorias, pierden su verdadera esencia; pierden el carácter sorpresa que les caracteriza y permiten que el deudor se autoinsolvente en un abrir y cerrar de ojos.

Además, nos preguntamos: ¿Qué más se debe discutir si ya se consta con un título ejecutorio otorgado por el mismo deudor –por ejemplo, un pagaré notarial –o se han agotado ya todas las vías recursorias y, en consecuencia, la sentencia se ha hecho firme? En fin, verificada ya la validez del título que sirve como base de la ejecución, no queda más que no hacer más preguntas y otorgar la tan famosa fuerza pública que, en palabras nuevamente del Mag. Acosta, es realmente optativa y excepcional.

Finalmente, no nos queda más que sentarnos en la comodidad de nuestros hogares a esperar con ansias que el Poder Legislativo ponga manos a la obra y resuelva de una vez y por todas este gran embrollo jurídico que se ha generado, recordando, por supuesto, que ya le cogió la hora y el plazo de los 2 años ha caducado.