Uno de los temas centrales del discurso de campaña de Donald Trump es lo que él llama recuperar la grandeza de los Estados Unidos en el mundo. Hillary y Obama ripostan diciendo que Estados Unidos ya es grandioso y se sienten orgullosos de esta gloria y esplendor. En esencia todos coinciden en el carácter imperial como un sello de identidad de USA y la necesidad de recuperarlo o mantenerlo.

La obsesión por la grandeza es persistente en todo el liderazgo a lo largo de la historia estadounidenses, quienes han encarnado la vocación mesiánica de salvadores del mundo. Ello ha significado la configuración de una cultura militarista y de la guerra que unifica a la mayoría de los norteamericanos.

La ideología de nación elegida para salvar el mundo fue claramente explicada por el senador de Indiana en el 1900, Albert Beveridge, cuando decía «Dios designó al pueblo estadounidense como nación elegida para dar inicio a la regeneración del mundo». En ese contexto mesiánico cada presidente se convierte en un nuevo Noé. El problema es que Trump en el Arca no quiere negros ni hispanos ni árabes.

Quizás el punto de distanciamento de la inspiración imperial de Hillary y Obama con Donald Trump es que este último parece reivindicar la lógica de conquistarlo todo, no poner límites a la instauración de un esquema de dominación de carácter planetario y uniformizar la cultura teniendo los valores norteamericanos como centro. Trump en el fondo es continuador del discurso religioso de ver a Estados Unidos como el segundo pueblo elegido para salvar a la humanidad. Hillary y Obama marcan una línea de tolerancia en torno de la diversidad, pero sin abandonar la convicción de que este país es el mejor y el modelo a ser imitado por los demás en el planeta.

El imperialismo de Trump es claramente militarista y está basado en el control absolutista del planeta y la satanización de la diversidad. El de Hillary y Obama es el de la defensa de los intereses globales de USA, con un espíritu de baja intensidad militar y de reconocimiento a lo plural. No obstante, los tres coinciden en hacer del mundo un inmenso mercado al servicio de las grandes empresas estadounidenses, porque piensan y asumen que son los mejores y todos debemos consumir los bienes materiales y simbólicos que ellos producen. Es una paranoia e ideología etnocéntrica del liderazgo político y empresarial de esta nación que  ha tenido un costo para el desarrollo de muchos países. Un punto a favor de Obama es la capacidad que ha exhibido de autocrítica por los desaciertos de su país, actitud  ésta no visible en Hillary.

El lenguaje de Trump augura tiempos apocalípticos incontrolables y preanuncia catástrofes de dimensiones inimaginables. En su invocación de grandeza observamos a un Trump con el pecho hinchado, con aire triunfante, arrogante y espíritu de César moderno. En sus pronunciamientos hay una clara peligrosidad y el riesgo de una guerra implacable contra todo aquello que le huela a amenaza contra USA. Es un camino torcido y equívoco. En cambio, en su vocación imperial sentimos una Hillary simuladora, pero transmitiendo un mensaje de seguridad al mundo. Ella, al igual que Trump, no vacilará en enviar tropas norteamericanas donde considere que los intereses de su país están en riesgos. Las expectativas de cambio a la esencia es una ilusión.

Esperamos un día ver a candidatos y presidentes estadounidenses luchando por hacer de esta nación la más equitativa, solidaria, segura y pacifista del mundo.