El profesor lanza a la clase una pregunta no bien entra al aula. No desea los buenos días, no contextualiza la interrogante. Los más atrevidos, no intimidados por la reputación que el profesor ostenta (es considerado un fabuloso intelectual, un genio, una mente brillante), alzan la mano. El profesor los señala; ellos responden. No al primero, no al segundo, no al tercero. Nadie da con la respuesta. Una joven, que sabe lo que quiere oír el profesor, levanta la mano. El profesor le da la palabra. Llena de confianza, la chica da inicio a su discurso, pero tiene la mala suerte de darle inicio con el introito equivocado: "Bueno, yo pienso que…", dice ella. El profesor la interrumpe de inmediato, bruscamente. "¿Quién le dijo a usted que usted piensa? Usted no puede pensar. Usted no puede pensar, porque usted es una comeplátano y los comeplátanos no piensan."

Luego de darle a sus estudiantes esta puntual muestra de su destartalada pedagogía, a expensas de una estudiante que tuvo la osadía de pensar que pensaba, pronunció una de las majaderías más trilladas del profesorado latinoamericano: "A mí nadie me saca A, así que vayan haciéndose a la idea; aquí nadie va a sacar A". En otras palabras, este profesor, encumbrado intelectual, no sólo definió de entrada a sus estudiantes como imbéciles desprovistos de actividad neuronal, sino que además, y más gravemente, se definió a sí mismo como un incapaz carente de facultades pedagógicas… porque un profesor al que nadie le saca A es un rotundo fracaso como profesor y su deber moral y ético es retirarse.

Un profesor que se vanagloria de que ninguno de sus estudiantes supera su clase se enorgullece de su completa incapacidad para la enseñanza, se ufana, estúpidamente, de que ninguno de sus estudiantes aprende. Hay variantes de la consigna. Una de las más ridículas es la siguiente "La A es para el que escribió el libro, la B para el profesor y la C para los estudiantes". La tragedia es que esta bestialidad, digna de ignorantes y rufianes, está siendo repetida en nuestras aulas universitarias todo el tiempo.

Otra chica, otro profesor. La tarea consistía en reseñar un libro de psicología que adelantaba ciertas teorías. La estudiante así lo hizo, pero además consultó otros libros con otras teorías que revisaban y acaso refutaban las que aparecían en el libro asignado. La chica termina la exposición y pasa a la discusión de la bibliografía alterna: "Lo interesante es que en estos otros libros que leí dice que…". El profesor intervino de inmediato "¿Quién le dijo a usted que hiciera eso? Yo no le dije a usted que leyera ningún otro libro." "Está bien, pero es que el libro que usted me asignó es de 1970, y han aparecido estas otras teorías…" "Hágame el favor y siéntese".

Lo peor, sin embargo, no es pensar o debatir. Lo peor es tratar de descollar. Y peor todavía tratar de descollar siendo haitiano, negro o pobre.

Mi amigo, llamémoslo Kung Pao (y pronto veremos por qué lo tenemos que llamar así), era esas tres cosas cuando tuvo el satánico atrevimiento de corregir a su profesor de matemática cuyo libro (de uso obligatorio en clase) contenía un error garrafal en una de las ecuaciones. A nadie le daba el resultado correcto, excepto a Kung Pao, que es, según todos los tests, un genio. Así se lo hizo ver al profesor… mala decisión. "Coño, pero este es colmo; un maldito haitiano, prieto venirme a dar lecciones a mí".

Semanas después y luego de un parcial en el que todo el mundo se quemó, el mismo profesor exaltó la enjundia, sagacidad y preclara inteligencia del autor de un examen en particular: el examen de Kung Pao. Como el nombre de mi amigo suena más chino que haitiano, el despistado profesor esperaba ver pararse de entre sus pupilos a un mandarín y no entendía por qué el joven alto, negro y algo desgarbado que se le paró delante le tendía la mano para recibir su examen y su nota. Kung Pao tuvo que mostrarle la cédula.

Pensar, revisar, criticar y contradecir son pecados capitales en muchas de nuestras aulas, cuando deberían ser el requisito sine qua non para estar en el aula. Plaga a nuestra juventud una clase profesoral que, en el mejor de los casos, confunde el ejercicio docente con el entrenamiento militar ("no pienses, haz lo que se te ordena"), y en el peor de los casos con la formación eclesiástica y la transfusión de dogmas ("no me contradigas, cree en lo que yo creo, no pienses"). En ambas situaciones, noten el imperativo común: No pienses.

Llevo veinte años enseñando y no creo en absoluto que sea el mejor profesor que hay. Podré tener muchas deficiencias, pero algo tengo claro: en mis clases se viene a discutir, a poner todo en duda y a pensar. Son precisamente los que no pueden hacer ninguna de esas tres cosas los que terminan quemándose. Por otro lado, esos veinte años que llevo del lado de la pizarra en el aula no han podido quitarme de la mente que sigo siendo un estudiante; que lo peor que le puede pasar a alguien es creer que ya sabe lo que tiene que saber. Dicho de otra manera, mi solidaridad va con los estudiantes primero.

Circula desde hace años un libro muy exitoso titulado Ocurrencias Estudiantiles, en el que se ridiculizan las estupideces dichas por estudiantes en exámenes y en la participación diaria en el aula. El libro es gracioso, sin duda, pero al mismo tiempo trágico. Y al mismo tiempo irónico, porque esa idiotez del estudiantado es un síntoma inequívoco de la ineptitud del profesorado. Quizá deba ser publicado otro libro titulado Sandeces Docentes en donde se publiquen los desaciertos, gansadas, gilipolleces y zanganerías de los profesores: profesores que ponen la nota al ojo, que dan la clase leyendo de un libro, que ponen preguntas de selección múltiple con alternativas capciosas, que adjudican notas por medio de apuestas (un examen final consistente de una pregunta en la que se lo juegan todo), profesores que van a clase acaso tres veces al mes, que usan la primera hora de clase para comprar zapatos por Amazon, que chatean en su BlackBerry mientras enseñan, profesores que escriben con todas las faltas ortográficas concebibles… profesores que, luego de toda esta ignominia, se quejan de sus alumnos en las reuniones de facultad y discurren sobre la estupidez irredenta que aflige a la juventud de hoy.

Tengo muy claro que las aulas de muchas de nuestras universidades son regidas, en general, por excelentes profesores y me precio de pertenecer a una de ellas. Ellos y ellas no representan ningún problema. Es un pérdida de espacio tener que hacer esta salvedad que me parece innecesaria, pero los buenos profesores, los maestros de verdad, sabrán de lo que hablo; y sabrán también que por cada dos profesores buenos hay siete cretinos que deben ser puestos lejos de cualquier centro de enseñanza. Los que se sientan aludidos por lo aquí expuesto (y ojalá uno de ellos sea el profesor del primer ejemplo) argüirán que exagero o que no sé de lo que hablo o cosas peores. Si ustedes, mis lectores, vieran la cara de preocupación que esta eventualidad me provoca, se morirían de la risa. Me importa más lo que piensen los estudiantes que lean estas líneas, seguro de que nada de lo que he dicho aquí se compara con las historias de terror que me puedan suministrar y cuyas experiencias quiero que depositen en los comentarios aquí abajo (con las ediciones que vengan a cuento).

Me despido con una exhortación a los estudiantes geniales, excelentes, a las verdaderas mentes brillantes que están allá afuera y que deben soportar en el aula la superioridad jerárquica, que no intelectual, de verdaderos asnos: si te piden que no pienses, sal del aula. Tu capacidad para el pensamiento crítico es el tesoro más valioso que posees. Nadie tiene derecho a quitártelo y mucho menos gente que, a consciencia o no, malbarató el suyo.