El operativo de la “quema de urnas” en los “Doce Años” había sido delatado y los involucrados salieron huyendo. Y, algo peor: la desgracia tocó a la puerta, cuando se intentó rescatar al rehen.
Después que los policías fueron a avisarme para que escapara, Santiago de la Rosa (Chago Balita “U”) “abrió gas” para la Martín Puchi y José Caonabo Andino huyó más lejos aun. Yo me refugié en Los Molinos.
Porque, cuando se malogró el último micro mitin, dejamos el barrio encendido. Agitado. Preocupado. “Andan buscando a los muchachos”.
El pueblo, en todas partes, le decía “los muchachos” a los revolucionarios que, desde el mismo 1961, tomados de las manos, recorrimos el largo camino hacia la democracia y las libertades públicas , proceso que culminó en 1978:
De tal manera, que yo pensaba en hacer algo para ayudar a Ramón Canó (el Doctor) quien, ingenuamente, había revelado el complot. Y me enterè del dìa en que lo llevarían al Palacio de Justicia de Ciudad Nueva.
Todavìa yo no era abogado, pero conocía a mucha gente de allí.
Al llegar al lugar, entré por la Francisco J. Peynado, al Oeste, en lugar de hacerlo por la Fabio Fiallo. Y, ahì mismo, al subir las escaleras, me encuentro con ¡Don Canó”, el papa del Doctor.
–¡Oh, muchacho! –me dice–, ¿cómo estás?
–Bien Don Canò, ¿y usted? –¡No me había reconocido!–
–¿Supiste que agarraron a Ramòn?
–¿Verdad? –me dije: tierra trágame–.
–Si, un maldito llamado Jimmy Sierro lo puso a quemar urnas… Y el cobbarde saliò huyendo. Pero ya Ramón lo explicó todo y lo van soltar.
Don Canó me había visto muchas veces. Pero no sabía mi nombre. Trabajaba como guardian en la Loteria. Era un hombre muy serio. Circunspecto. Formal. Ramón era su hijo más pequeño. Y había nacido con problemas. Quizás por eso sus padres lo querían con pena, con dolor, con angustia. Los padres suelen querer más a esos muchachos desprotegidos. Amenazados. Condenados.
Y, en eso pasa por ahí un abogado, al que llamaban “Pacoa”, que vivía en la Alonso de Espinosa, cerca de la Villaespesa y, al verme:
–¡Jimmy! ¡El teórico!
Don Canó abre los ojos como dos linternas, mientras Pacoa se retira.
–No me diga que el tocayo Jimmy –traté de despistarlo– le hizo eso al Doctor… Yo lo creìa un poco màs serio.
–No… es un hijue…
Y me sigue mirando confundido.
–Entiendo, le digo dándole una palmadita en el hombro. Ahora, fíjese Don Cano: yo trabajo aquí en la Secretaría. Voy a subir para agilizarle lo de Ramón, para que salga cuanto antes.
Y subí por la escalera de esa parte Este, bajando por el Oeste para escabullirme de la manera más furtiva.
Al doctor lo liberaron ese mismo día.
Después, yo commence a ir al barrio, para entrar por minutos a mi casa, pasando solapadamente por las calles. Exhibiéndome. Mostrándome. Exponiéndome. Para no perder influencia entre “las masas”. Siempre con el mismo saco (chaqueta) que Eduardo Oller y otros amigos llamaban, a mi espalda, “El asesino negro”.
Hasta que ocurrió lo impensable. Fue una tarde en que estaban todos los muchachos en la esquina 23 con Villaespesa, en el colmado de Don Oco, frente a “Los Bemba”, degustando conconetes, masitas, dulky-boys, mabí de “bohuco indio” y otras delicatessen de la época.
Bien cerca de ellos, sobresalìa Don Canó.
Echàndose fresco con un carton, tenía la barriga al descubierto y dejaba que sus dos manos colgaran libremente por la parte posterior de su silla.
Al verme, pasar por la otra acera, la muchachada me voceó:
–¡El teórico Jimmy Sierra!
Don Canò, al comprender el engaño, gritó fuera de sí:
–¿Ese es el maldito Jimmy Sierra? – mientras ya yo doblaba por la Peña Batlle, donde abordé un concho para escapar vergonzosamente.
Él le contó la historia a los muchachos que, disimulando la risa, le siguieron la corriente:
“Jimmy es un charlatan”, “Un sucio”, “Un sirvenguenza”.
Después, el pobre Doctor no duró mucho. Dejó, tan solo, una fragancia de dolor en la barriada. Un sabor amargo a desconsuelo. A congoja. Y pesar.
Pero, unos años más tarde pasó algo extraño cuando me vi, cara a cara, con Don Canó. Lucía atormentado. Atribulado. Prisionero de una gran congoja. Y, en lugar de reprocharme, me dió una mirada llena de ternura. De afecto. De Amistad. Y, conprendiendo que yo le correspondía. Me extendió la mano para decirme:
–Ramón te respetaba… él te quería… tú no le hiciste daño…
Me dio la impresion de que hubo algo en mi que le trajo la imagen de su hijo.
Le recordó su silueta.
Su aroma.
Su figura.
Le di un abrazo fuerte. Y me di cuenta de que estaba llorando.
Luego, mientras se marchaba del lugar, en la casa de Pedro el policìa, al lado de la compra-venta Mignon, se oía a Piero José, que me hizo sentir que era el Doctor quien recordaba a su padre cantando la canción que suena en este enlace:
https://www.youtube.com/watch?v=wRC5j2lQIQA
Yo puedo decirlo.
Yo estaba allí.