Crisis como la actual requieren de estadistas. En nuestro país, lamentablemente, los estadistas son, como los dinosaurios, una especie en extinción. Peor aún, puede que, como los unicornios, sean una especie que nunca existió. De esta carencia no son nuestros políticos los únicos culpables. De esta carencia somos culpables todos.
Pero ¿Qué es un estadista?
Quizás la mejor definición de lo que es – y de lo que no es – un estadista la dio Otto von Bismarck: “El político piensa en la próxima elección; el estadista, en la próxima generación”. Bismarck hablaba con propiedad, siendo, como fue, uno de los más grandes estadistas de todos los tiempos. Si no lo hubiese sido, se habría limitado a ser un político prusiano. En cambio, su visión trascendió las fronteras del espacio y del tiempo. Bismarck logró unificar los estados germánicos, disgregados durante mil años, y fundar Alemania, uno de los estados más importantes desde entonces.
Además de tener visión, un estadista es honesto con sus conciudadanos. A diferencia de los demagogos, que dicen lo que estos quieren oír, los estadistas les presentan las cosas tal como son. Cuando todo presagiaba que el Reino Unido sería la próxima víctima de Hitler, Churchill prometió a los británicos “sangre, sudor y lágrimas”. Y cuando la victoria empezó a cambiar de bando, Churchill no cayó en triunfalismos, advirtiendo que no se trataba del principio del fin de la guerra, sino “del fin del principio”.
Pero los estadistas no son fuente de desánimo, sino de inspiración, porque su tenacidad está fuera de toda duda. La firmeza de sus creencias insufla ánimos en sus pueblos. Ninguna situación, por más adversa que sea, es capaz de hacerlos cambiar de opinión. Poco le importó a Churchill el que prácticamente la totalidad de los políticos británicos pensara que la única salida para su pais era firmar un armisticio con Hitler. Churchill se mantuvo firme en su posición: para salvar su nación, había que combatirlo. Y no solo tuvo razón, sino que logró su objetivo. Y es que los estadistas son eficaces.
Y es que, además de firmeza, un estadista debe tener lucidez. Para Churchill era evidente que, de haber pactado con Hitler, su país hubiera corrido la triste suerte de Austria, Checoslovaquia, Polonia y prácticamente el resto de Europa: ser invadidos por Hitler. La lucidez de Churchill se demostró también luego del fin de la Segunda Guerra Mundial, cuando fue el primero que vislumbró el enfrentamiento que se avecinaba con la Unión Soviética. Fue Churchill, de hecho, quien, en uno de sus discursos, acuñó la frase “Cortina de Hierro”.
Un estadista tiene un alto sentido de su propia dignidad. Charles de Gaulle prefirió exilarse con un puñado de hombres antes que formar parte de un estado francés, que de estado tenía solamente el nombre, que colaboró con los invasores. Poco le importó que el mariscal Pétain, el más grande héroe francés de esa época lo hiciera. Para él, Pétain dejó de serlo desde que aceptó el yugo nazi, y se convirtió en un traidor.
Un estadista es fiel a sus convicciones y a su palabra. Actúa siguiendo solamente los mandatos de su conciencia. En 1968, De Gaulle prometió que renunciaría de la presidencia si su posición era derrotada en el referéndum de ese año, y cumplió con su palabra. Para un estadista, la línea de su partido no puede estar por encima de su conciencia. Pocos saben que Churchill fue un “tránsfuga”. Pero él, que denunció que muchos políticos cambian de convicciones en nombre de su partido, decidió “cambiar de partido en nombre de sus convicciones”.
Los estadistas no sufren de adicción al poder, por lo que no se aferran al mismo. Todos cayeron en desgracia, y lo asumieron. A pesar de ser héroes, tanto Churchill como De Gaulle tuvieron que esperar una década antes de retornar al escenario político de sus respectivos países. A pesar de ser héroes, tanto Churchill como De Gaulle fueron derrotados en las urnas. A pesar de haber sido el padre de la Alemania moderna, Bismarck fue cancelado por el Káiser Guillermo II. Todos aceptaron sus derrotas con humildad. Y eso muestra que fueron grandes.
Un estadista no se cree un mesías, no se endiosa, asume plenamente su condición humana. Churchill no tenía problemas en admitir que era un relajao y un borracho. Kennedy no tenía problemas en admitir que era un mujeriego. Bismarck no tenía problemas en admitir que era un glotón. De Gaulle no pedía excusas por su mal humor. Y sin embargo, fueron grandes estadistas.
En nuestro país no hemos tenido estadistas. Con frecuencia se cita a Trujillo y a Balaguer como ejemplos, pero, a mi entender, no lo fueron: no se puede ser estadista y dictador al mismo tiempo. Hubo políticos que, como Espaillat y Bosch, tuvieron altas dotes morales, pero carecieron del pragmatismo necesario – de la realpolitik – para mantenerse en el poder.
En cuanto a nuestros políticos actuales, tenemos de todo: borrachos, relajaos, mujeriegos, mesías y sangrús, pero ningún estadista. Ni los que quieren estar ni, sobre todo, los que están. Los que están no ven más allá de mayo que viene, mienten como bellacos, provocan rabia y desaliento (nunca admiración), se creen dioses y reyes, no sirven ni para botarse (ni para votarse) y no tienen dignidad: por un carguito venderían hasta a sus madres.
Más que pena, lo que siento es rabia. Porque solo nosotros somos culpables de tener este tipo de políticos. George Bernard Shaw lo decía: “Los pueblos tienen los gobernantes que se merecen”. Seamos honestos: si no cambiamos, olvidémonos de estadistas.