Por mucho tiempo, la corrupción fue un tema sin importancia electoral en nuestro país. Aunque se trataba de un problema medular de nuestra sociedad, el discurso anticorrupción no era el predilecto a la hora de ganar adeptos en virtud del poco interés que mostraba la población a la administración honesta y transparente que debían exhibir los funcionarios públicos. Gracias a las reflexiones constantes y a la llamada de atención promovida por los medios de comunicación en los últimos años, el pueblo dominicano despertó consciencia del profundo daño que causa este mal no solo al erario público, sino también a la sociedad en particular.
El Dr. Joaquín Balaguer, quien gobernó la república por más de 20 años, restaba importancia al problema de la corrupción, e inclusive, llegó a defender la resignación frente a ella. En un intento por exculpar su figura llegó a declarar que la corrupción se detenía en la puerta de su despacho, salpicando de corruptela a todo aquel que se encontraba en la administración pública a excepción de su persona. No hubo, como consecuencia de aquella degradante declaración, la cual admitía implícitamente las profundas raíces de aquellos indeseables comportamientos, un esfuerzo genuino por instaurar un sistema de consecuencias aplicable a casos de cohecho, malversaciones, sobornos u otras conductas asociadas a la corrupción. El único caso que se recuerda de este respecto es la instrumentación de una instancia por corrupción que se llevó a cabo contra el presidente Salvador Jorge Blanco, denunciado por el Dr. Marino Vinicio Castillo el día 7 de octubre del año 1987, por desfalco al estado. La acusación en su contra, hecha al término de su mandato presidencial, consistió en compras de las Fuerzas Armadas a empresas de personas vinculadas al presidente, por lo que fue arrestado y trasladado a la cárcel preventiva del Ensanche La Fe.
Aparte de aquel caso memorable no se recuerda otro proceso que vincule particularmente a personas de poder relacionados a actos de corrupción, o al menos procesos judiciales llevados hasta el fondo de la causa. Lo que siempre ha existo en República Dominicana ha sido la cultura de la impunidad, la falta de transparencia y las pocas garantías que ha ofrecido históricamente el sistema de justicia nacional, a la hora de perseguir actos de prevaricación, concusión o cohecho. La razón por la cual nunca se instrumentaron casos creíbles de corrupción se debe, fundamentalmente, al hecho de que todo el sistema de justicia dependía, hasta hace algunas décadas, del poder político. En la medida de que el Poder Judicial, así como los órganos del sistema de justicia, se han venido institucionalizando al través de reformas importantes a nuestras leyes, dicho sistema ha alcanzado niveles de independencia que permite la ejecución de un trabajo ministerial que se aleja cada vez mas de cualquier interferencia ajena a los intereses judiciales.
Los casos de corrupción que han saltado a la luz pública en el último año es consecuencia de un entramado de colindancias que se mantenía imperturbable debido a la protección política, pero que una vez aquel sistema cambió de administración y se pusieron en marcha los principios prescritos por las mismas leyes, han aflorado dejando a todos con la satisfacción de que se está haciendo justicia. Es cierto, nuestro sistema judicial es perfectible, pero evidentemente se están dando los primeros pasos a la consolidación de un verdadero sistema de consecuencias y a la erradicación definitiva de la impunidad.