Llegué tarde a la lucha libre, de niño ni siquiera me interesaba, ¿sería porque que un día vi una película del Santo, en la que se enfrentaba a mano limpia a las momias de Guanajuato? El de Tulancingo, junto a sus amigos Blue Demon y Mil Máscaras, no lograba contener tan terrible amenaza, hasta que todos empezaron a usar unas pistolas que parecían hechas en Saturno, de las que salían unas llamas fulminantes… Esa noche, obvia decirlo, no pude dormir. Tenía pavor de encontrar en mis sueños a esos espantosos seres, cuyos disfraces eran, por cierto, bastante malitos y rudimentarios. Esa fue mi primera caída con el Enmascarado de Plata.

En México no tenemos un Superman o un James Bond, pero ni falta que hacía, con el Santo no había maloso que se saliera con la suya, ya que el gran luchador pasaba del ring a la pantalla grande como Pedro por su jardín y nunca tuvo empacho en derrotar a zombis, marcianos o mujeres vampiro.

El pasado 23 de septiembre se cumplieron cien años del nacimiento de Rodolfo Guzmán Huerta, mejor conocido como El Santo. El luchador por antonomasia, es hoy un ícono de la cultura popular, pues su imagen se repite en camisetas, llaveros, tazas, piñatas y un sinfín de souvenirs.

Rodolfo aún era niño cuando su numerosa familia (nomás siete hermanos) abandonó Hidalgo para instalarse en el barrio bravo de Tepito, cuna de boxeadores y comerciantes. Allí descubriría su pasión por los deportes, desde el beisbol, hasta la lucha grecorromana y las artes marciales.

Sin embargo, le fue difícil despegar como luchador. La vida (y sobre todo los contrincantes) le aplicó un par de llaves duras de romper. Ni siquiera tenía un nombre que lo identificara, que si Rudy Guzmán, que si Demonio Negro, que si Murciélago II (Murciélago I lo demandaría por usurpación de nombre). Hasta que el entrenador Jesús Lomelí, quien estaba conformando un equipo de luchadores en torno al color plata, le sugirió su apodo inmortal. Esa sería la vuelta de tuerca del destino: un nombre original, una máscara inolvidable y una manera única de luchar.

Uno de sus rivales de aquellos años era Tarzán López. Cabe mencionar que nuestro idolazo empezó siendo del bando de los rudos, o sea que se valía de mañas, trampas y de lo que fuera por salir victorioso. Sabemos que el ring es la representación mítica del combate entre el bien y el mal. De un lado técnicos a los que la fanaticada adora; del otro los malvados, que siempre pierden, representados por los rudos (¡los rudos, los rudos…!) que no obstante, poseen cierto embrujo.

El Santo con su tope volador desde la tercera cuerda, cosechaba aplausos en la Arena Coliseo y en cualquier escenario donde se presentara. Peleó junto a Gory Guerrero, de quien además era amigo del alma, con Solitario y Rayo de Jalisco. Nunca perdió la máscara y en cambio despojó a muchos rivales de ella, como a Black Shadow por recordar a alguno.

Antes de que el Santo irrumpiera en la pantallota, el dibujante José Guadalupe Cruz lo recrea en una historieta, en la que se dedica a salvar al mundo de ambiciosos enloquecidos. Los fieles seguidores agotaban el tiraje semana a semana; aunque sin duda, fueron sus películas las que lo catapultaron a la gloria. Filmó más de 50 entre las que sobresalen: Santo contra los Zombies; Santo, el enmascarado de plata contra la invasión de los marcianos; Santo contra Blue Demon en la Atlántida; Santo contra los jinetes del terror (western a tres caídas…), por eso nadie puede alegar no conocerlas.

Lo que más me gustaba de ellas era su tono kitsch y futurista. El Santo tenía una oficina mejor equipada que el Pentágono, llena de computadoras y artilugios inverosímiles que le permitían escuchar en tiempo real, los lamentos del jefe de la policía: « No sé cómo resolver este misterio. Tendremos que llamar al Santo». La cara del subalterno era una interrogación descomunal que pedía aclaraciones: « El Santo es el mejor aliado del bien y la justicia».

Uno como seguidor del ídolo no podía cuestionar la lógica de las historias, en las que lo importante era atestiguar como el de Tulancingo desplegaba su técnica antes de atrapar al Doctor Muerte, que intentaba dominar el planeta o que aniquilara a las mujeres vampiro, qué claro está, aunque vinieran del inframundo, caían rendidas a los encantos del súper luchador. Este es un film de culto, del que se dicen tantas cosas como el que hubo una versión para “adultos”, donde las vampiras parecen vampiresas y que solamente se exhibió en Europa.

Un ídolo es un convenio multigeneracional, explica Carlos Monsiváis y  la leyenda del Santo sigue tan viva como cuando se retiró de los encordados en 1982; tanta tristeza le ocasionó haber “colgado” la máscara, que dos años después moriría. 

Cuántos no nos lamentamos de que el Santo no acuda a socorrernos, ahora que la patria sufre tanto desconsuelo. Tendría más trabajo que nunca, enfrentar a diputados zánganos y ladrones (Santo contra los políticos corruptos), derrotar a falsos líderes que pretenden separar el mundo con ladrillos (Santo contra un tal Donald Trump). En fin, habría que convencer al Hijo del Santo, heredero de la magia y continuador de la leyenda, a que se anime a ser como su padre (lo ha sido en el ring) un adalid de la justicia.