En estos días ha vuelto a la palestra el tema del ruido excesivo en las zonas residenciales de Santo Domingo. Esta vez el enfrentamiento se da entre un nuevo establecimiento denominado Fusion Market y los vecinos del otrora exclusivo sector de Bella Vista. Tal y como relata la extensa nota de prensa del periódico Hoy: “Residentes de Bella Vista, en la capital, se quejaron del alto ruido que tienen soportar del establecimiento comercial Fusion Market, ubicado en la avenida Rómulo Betancourt, en la Plaza RRJ, debido a las fiestas organizadas allí y que se extienden hasta la madrugada, lo que les impide dormir o descansar”.

Esta situación se repite inclusive en los espacios dominicanos extrainsulares. El New York Times en su edición del 21 de septiembre del presente año publicó un artículo sobre los mal llamados “musicólogos” , personas cuya función no es especializarse en musicología sino en desatar una bulla infernal desde sus minivans y yipetas equipadas con múltiples bocinas y amplificadores para competir en quien hace más ruido. Uno de los entrevistados, Adrián Abreu Bonifacio afirmó, con una amplia sonrisa: “Los dominicanos, en este país causamos un desorden”. Aquí y allá, allá y aquí llevamos nuestros amores, pero también nuestros desórdenes y el perturbar la paz se convierte, a veces, en nuestra marca país. Ya en el año 2001 el eminente intelectual George Steiner aseguraba: “Vivimos en un mundo en el que el poder más terrible es el ruido. El silencio es el lujo más caro. Tienes que ser muy rico para no oír la música del vecino”. En el Santo Domingo del siglo XXI la disponibilidad de un cierto confort material no exime del ataque del ruido excesivo.

Pude comprobar, a oídos abiertos, la agresión que sufren los vecinos del establecimiento citado. En un momento, y usando una aplicación corriente para medir los decibeles, llegué a registrar entre 85 y 90 decibeles desde un lugar situado a aproximadamente 100 metros del origen de la música. Para que la lectora se haga una idea, la Agencia Central de Inteligencia de Estados Unidos, dentro de sus “técnicas avanzadas de interrogación”, lo que antes se llamaba tortura, incluye la música a 79 decibeles. El ruido de cualquier colmadón, un establecimiento con música en vivo en Santo Domingo o las minivans de los dominicanos en Nueva York sobrepasa con creces esa marca.  Los efectos causados por la exposición a esos niveles de ruido están ampliamente documentados: irritabilidad, agresividad laboral y doméstica, dificultad para conciliar el sueño con las consecuencias que ello implica, molestias gástricas, cardiopatías y un sentimiento de insatisfacción general con el entorno urbano en que se habita.

Cierto nivel de ruido es de esperar en un Gran Santo Domingo que alberga ya casi cuatro millones de personas, pero podemos y debemos tratar de mantener el volumen lo más bajo posible. La hostilidad va en aumento, el tránsito se hace cada vez más difícil, las personas más agresivas. Para bajar la intensidad y los decibeles sería bueno deshacerse de ese “apetito por el ruido. (“Por el ruido, no por la música”)” que señala Mario Vargas Llosa en La Fiesta del Chivo.