Recordando a Emilio Brea

Santo Domingo, el espacio urbano donde tratan de habitar un millón de almas y donde  en su provincia de mismo nombre, en sus alrededores,  sobreviven tres millones más, es el laboratorio de nuestra sociedad, de lo que fue, de lo que es y debe ser el punto de partida para la búsqueda de otra realidad, de un nuevo modo de ocupar nuestro territorio, insular, bello pero tan desigual.

Debemos  pensar más sobre lo urbano/rural, su planificación, la ciudad y la gente que lo habita. Son pocos los investigadores, apreciamos las observaciones de Pedro del Rosario y su equipo de Santiago. Los medios,  nos hablan de  la cultura de la violencia,  del Estado y sus víctimas en la ciudad, imágenes que pretenden evitar la reflexión y la búsqueda real de sus causas profundas, que son viejas heridas que ponen en riesgos graves de desestabilización a toda la sociedad.  Los alcaldes son invisibilizados como administradores, solo toman decisiones políticas, indiscutibles. En cuanto al alcalde de Santo Domingo  es evidente que goza,  de “una verdadera luna de miel”  con los medios  y por ese favor, nadie puede cuestionar su poder de hipnotizarnos con sus predicas terapéuticas y de hacer bien poco, para la gente y su ciudad.

Sin embargo, Santo Domingo debe permanecer como centro de  estudios de las ciencias humanas y de los que construyen esos territorios llamados a veces, ciudad otra vez urbanización, otra vez conglomerado humano y  por muchas razones, territorios sin calidad. Todos ellos, son espacios de vida, de resistencia, de creación, de soledad, de desesperación, de impotencia, y de muertes. En ellos,  la sociedad actual trata  de insertarse, algunos,  entre esas estructuras verticales que se alzan diariamente en nuestros cielos, sin advertir que las calles  dejaron de  funcionar como vías de circulación; estas son vías internas entre torres y torres. Otros, vienen al centro urbano, retornan de noche en barrios sin humanidad, ni solidaridad, donde un tipo de violencia generalizada ha transformado los hábitos, de la vida y la cultura en general en miedo y agresividad.

La realidad cultural que vivimos está  condicionada por la  violencia arquitectónica y la falta de urbanidad, por los  atropellos  en las avenidas, calles y barrios, enfrentando la  violencia del Estado en todas las esquinas e intersticios de este conglomerado humano, que se manifiesta por la fuerza, la arbitrariedad, el abandono, la complicidad, la indiferencia y la mayor: la segregación que sufrimos: tú y yo, él y ella, nosotras y vosotros, grandes y chiquitos, negros y blancos. 

Todo empezó cuando Trujillo, en medio de lomas y humedales, de gran belleza,  construyó una cárcel en La Victoria,  -lugar de regulares inundaciones y de malaria-,  en vez de  preservarlas. Corría el año 1952 y no se hablaba de ecología. 

Después se dejó crecer la ciudad –desperdiciando tierras- ,  en todas las direcciones, a lo largo de caminos, que se transformarían, en cuellos de botella, Camino Chiquito, el de Villa Mella, la carretera  Mella, con puentes estrechos e insuficientes. Todo, ocurría sin que los constructores, arquitectos y políticos se percataran, con ese despilfarro urbano,  que los materiales de construcción de la Capital provenían de los ríos que rodeaban la Capital, desde San Cristobal a Haina. Corrían, esta vez,  los 70’ y tampoco se hablaba de ecología urbana, excepto los libros de algunos italianos,  precursores de la Milano verde de  hoy, verdadero modelo de reflexión sobre sostenibilidad y equilibrio vivencial.

Desde más de 40 años, de Santo Domingo, se denuncian los mismos problemas puntuales, una verdadera letanía persistente y llorona, sobre  temáticas, que no encontraron respuestas: nada se resolvió en Santo Domingo…. excepto los helipuertos.

No se realizó ninguna r-evolución  en cuanto a la ciudad, su gestión, al territorio y/o al ordenamiento territorial o al proceso de urbanizar tierras para que la gente viva bien y mejor y se entiende mal,  las quejas de los que fueron responsables de su administración y gestión, en un momento del pasado.  Los barrios de pobres, ubicados donde los dejaron y ellos pudieron, no fueron objeto de atención, ni de solución tecnológica innovadora, se consolidaron EN la ciudad, que es mejor que vivir FUERA de la ciudad y se hizo  patente, las ambiciones de los promotores con las tierras cercanas a los ríos. La ecologización de los problemas sociales no valio porque las exposiciones a riesgos se asumen, como única manera de vivir DE la ciudad.

La Barquita nueva, ese antojo, capricho y al fin,  decisión política, es un intento fallido de compensar  necesidades sociales de un grupo humano como los hay en todo el país. En ese proyecto,  se olvidó  mirar cómo y de que vivía la gente para poder compensar la necesidad esencial de ese grupo humano pobre: autonomía económica,  esa necesidad -que tienen los seres humanos que viven en pobreza- de hacer, de crear, de “inventar”  -aunque sea frituras y/o chicharrones y venderlos con sonrisa y chistes incluidos- porque en esas condiciones de exclusión social, no  se tiene confianza en el Estado, por lo cambiante que es y la experiencia. 

Santo Domingo, -ciudad y Distrito Nacional-, además,   fueron  el espacio predilecto de una alianza público-privado que dejo prefigurar todos los males que describimos y analizamos durante muchos años. El resultado de esa alianza fue un  “volumen de edificios construidos” concentrados en un espacio mínimo, sin servicios a la altura, provocando una congestión del tránsito, incorregible sin una solución de transporte colectivo. Y esta, no es acorde a la cultura de la clase media de la ciudad. En Santo Domingo, en general se perdió mucho de todo:

Se perdió la cultura del callejón, la solidaridad. Se perdió la cultura de la calle, la socialización. Se perdió el maestro/a que impresionaba por su saber, su poder de persuasión. Se perdieron las rivalidades sanas entre barrios, con el básquetbol, el volley, el ajedrez. Se perdió la calle amigable. El colmado del fiao y del calor humano. Se perdió el espíritu de competición entre escuelas. Ni hablar del respeto a la Iglesia y en sus sacerdotes. Se perdió el respeto a los partidos, ya no difunden ideas, organización, reuniones, afiches, colectas, todos son clientelistas, manipuladores. Se perdió las marchantes. Se perdió el zapatero, el sastre, el que reparaba los radios, el abanico y el secador de pelo, se perdió el manicero y el maiz caliente, se perdió la protesta también.

Y se perdió la cultura campesina. Y la naturaleza, perdió.

Lo cierto, es que vivimos en  nuevos campos abiertos de batallas sociales, donde se diseminaron los bordes, los contenidos y donde el espacio en general,  perdió de sus habitantes, de la cultural rural para confundirse en ciudades, donde nunca pudieron echar raíces y confundirse en su civilizacion.  Emilio Brea hablaba de la cultura de “in-cultura”. Tenía razón, Balaguer fue, el que inicio,  esa obra de des- memorización del espacio urbano y de su desmaterialización continua.

No podemos escribir otra cosa. No es de extrañarnos que un arquitecto hablando de la ciudad de Santo  Domingo, hace apenas algunos días, no quiso analizarla, prefirió hablar de todos y cada uno de  sus proyectos, -que no pudo realizar-  y de lo que Santo Domingo,  “pudo haber sido”. La metodología es catastrófica.

En 1971, en su obra “Celebration of Awareness”, Ivan Illich (1926-2002) escribía:

“Solamente una revolución cultural e institucional que devuelva al hombre el control sobre su medio puede hacer cesar la violencia por la cual una minoría impone el desarrollo de instituciones concebidas para servir su propio interés. […] Una revolución cultural e institucional depende finalmente de la necesidad de hacer aparecer la realidad verdadera”…

Cuando haremos amanecer la realidad que necesitamos, encontraremos las soluciones para hacerla más eco-responsable, más humana y más integradora.