En Santo Domingo, capital dominicana, hay, esencialmente, dos mundos. Uno pequeño de los que lo tienen todo (materialmente) y otro grandísimo de los que sobreviven. Quienes viven en ese mundo pequeño son, en su mayoría, ricos tradicionales descendientes de clanes familiares que se constituyeron en la gran clase alta dominicana alrededor del primer cuarto del siglo pasado acumulando capital en industrias como la caña, la ganadería, productos alimenticios, comercio, manufactura, entre otros sectores. Durante los 31 años de la dictadura trujillista, y en tiempos de su continuación, la dictadura balagüerista, estas familias gozaron de numerosos privilegios desde el poder que acrecentaron su posición económica. Es la oligarquía dominicana de hombres y mujeres de facciones europeas en un país esencialmente negro. Los que, en gran medida, en el siglo pasado montaron, desde su posición culturalmente hegemónica, los discursos-dispositivos institucionales que han perfilado las estructuras simbólicas e imaginarios mediante los cuales la mayoría de los dominicanos (negros) construyen y dan sentido a su realidad e identidad. Identidad dominicana que privilegia lo blanco en tanto “superior” epistémica, ontológica, cultural y estéticamente.
En ese mundo ahora hay nuevos ricos entre los cuales se cuentan algunos negros. En los ojos de los ricos tradicionales son gente venida del afuera, de la zona del no ser. La mayoría de estos nuevos ricos ha hecho su dinero en los últimos 30 años a través del gobierno, la estructura militar o el narcotráfico. Algunos, incluso, han amasado fortunas que hasta superan a las de miembros de la vieja oligarquía. Dentro de ese contingente de recién llegados al mundo rico de Santo Domingo destacan los millonarios del gobernante PLD (Partido de la Liberación Dominicana): quienes han montado una casta de nuevos superricos que de la política y la cercanía al poder ha hecho una poderosa industria. Ese importante fenómeno de los nuevos superricos del PLD lo explico de la siguiente manera: la identidad e imaginarios populares dominicanos se han constituido históricamente en las ausencias, desde el no ser. Es decir, teniendo el dominicano, como referente civilizatorio, un orden civilizacional blanco-hispánico al cual en abstracto piensa que pertenece al tiempo que, en tanto no blanco caribeño, ve como lo ideal que no tiene. Por tanto, a su ser (identidad) siempre le falta algo que otro, su referente blanco, sí tiene. República Dominicana es un país donde la mayoría de la gente ni siquiera se acepta físicamente como es. Lo cual, aunado a las lógicas modernas-neoliberales de la competencia que predican que el ser humano es malo por naturaleza y que poseyendo y comprando es que se alcanza la felicidad, pues la política tiende a verse como un vehículo para escalar socialmente y blanquearse: para ser. De tal suerte que los nuevos superricos del PLD, la inmensa mayoría de orígenes modestos, no solo explican un sistema político inherentemente corrupto, sino que, también, son la expresión de unas estructuras ontológicas y socio-económicas que constantemente niegan y excluyen a las mayorías que, por cuestiones físicas y económicas, son relegadas al lugar del no ser.
El segundo grupo, el de los que sobreviven, se constituye, por un lado, de una clasemedia cuyos ingresos le permite vivir, en cierta medida, el estilo de vida basado en el consumo que propugnan los discursos del capitalismo moderno. Los miembros de este grupo social hacen sus compras en supermercados y algunos fines de semana van a restaurantes. Matriculan sus hijos en colegios privados. Generalmente uno de los componentes de la familia tiene carro (casi siempre el hombre). Viven, mayormente, en los llamados residenciales: conjuntos de edificios de no muchas plantas donde casi no se va ni el agua ni la luz y hay internet, cable tv y con una llamada a un colmado con servicio a domicilio consiguen cualquier cosa. Los superricos viven lejos, físicamente, de los pobres. En tanto, esta clasemedia, que tiene a los empobrecidos al lado y llevándoles parte de lo que come vía servicios a domicilio de los colmados, en el nivel abstracto-mental, según las lógicas de la exclusión imperantes en el país, ha tomado una distancia sideral con respecto a los más humildes. La sociedad capitaleña dominicana es una sociedad de fronteras donde todo el mundo, en el nivel abstracto-mental, vive lejos del que le sigue más abajo socialmente.
Por último, está el dominicano de la masa. El empobrecido de los barrios: el que vive “llevándoselo el diablo”, que sale cada día a llevarse el mundo por delante detrás de unos cuantos pesos para comer y sostener familia. En los barrios empobrecidos de Santo Domingo la vida es durísima. Las necesidades básicas de un ser humano en la modernidad, las cuales en las sociedades del llamado primer mundo han sido resueltas hace casi un siglo, allí, para cubrirlas parcialmente, hay que “guayar la yuca” como se dice en el argot dominicano. Este dominicano empobrecido es esencialmente negro. Es un sujeto que se construye ontológicamente desde las ausencias mucho más que el de clasemedia. La forma en que construye su realidad constantemente parte de lo que no tiene: no es blanco (y hay que ser blanco para ser bello, inteligente y bueno), no es racional-pensante en tanto carece de educación formal (en el contexto de una sociedad que privilegia el conocimiento formal de la academia proveniente de afuera como único saber válido y “elevado”, sin escuela y sin medios, se siente “bruto” y sin posibilidades), no tiene dinero (en una sociedad que predica que solo “es gente” quien tiene dinero) y en tanto ser ontológicamente vacío precisa que desde el exterior le llenen ese vacío para poder ser. De ahí la mirada de este dominicano siempre puesta en que, desde afuera, bien sea un europeo o americano o un blanco rico de su país, vengan a darle lo que, “por naturaleza”, no puede tener.
En el mundo de los dominicanos empobrecidos se mueven las cosas a base de “tigueraje”, esto es, de vivezas y ardides. No obstante, escuchando la gente en carros públicos y en el metro, advertí que el dominicano de la masa mayoritaria es, esencialmente, ingenuo e infantilizado en muchos aspectos. La vida de la gente de los barrios marginados de Santo Domingo está llena de riquezas, de significados que desde lo simple encierran complejidad y contenido, sin embargo prevalecen, por encima de eso, unas nociones simplistas acerca del ser-estar-en el mundo que retratan al dominicano empobrecido como un individuo contradictorio en el contexto de su ingenuidad. Que se guía según un sentido común montado sobre una estructura de prejuicios y negaciones en lo racial (el dominicano negro empobrecido generalmente se considera feo), lo religioso, lo político y en muchos otros aspectos de la vida. El sentido de la vida de estos empobrecidos dominicanos, basado en la negación y el auto-rechazo, es uno de los peores lastres, el germen verdadero, de la mayoría de males estructurales y contradicciones históricas existentes en la República Dominicana.
Sin embargo, también noté que hay una sociedad, dentro de ese mundo de los que sobreviven, que camina (lento pero camina) hacia la mayoría de edad política que desconfía de los aparatos normativos y disciplinarios del anquilosado Estado dominicano; que se reconoce con voz y, lo más importante, en mi opinión, que quiere forjar mayor sentido de comunidad. Y hacer comunidad implica fortalecer-crear lazos afectivos, establecer lógicas equivalencias desde el nosotros los de abajo (a la manera laclausiana) para pensar el país desde el pueblo mayoritario. Lo cual, puesto en el contexto del cambio de tiempo geopolítico-civilizatorio al cual comienza a asistir la humanidad hoy día, significa, asimismo, cuestionar los discursos de la modernidad que convierten en cosa al ser humano y que niegan el cuerpo en tanto desde donde también se puede generar conocimiento. Esto es, se están dando condiciones para la irrupción de la corpo-política: que en el contexto dominicano implicaría politizarse desde el lugar del empobrecido-condenado-racializado en el contexto de unos discursos-dispositivos institucionales que establecen solo lo blanco-occidental como conocimiento válido (racismo epistémico), ser (racismo ontológico) y civilizado (negación de lo negro y otras memorias en tanto “inferior” a lo blanco en el orden histórico-civilizatorio). En Santo Domingo (y todo el país), esto significará nuevas emergencias, nuevos discursos y posicionamientos de la gente ante la vida, la política y su futuro. Hay unas premisas no articuladas en la mente del dominicano que, poco a poco, comienza a ver, en tanto lo cuestiona, que no hay nada natural en los problemas e injusticias de su país. Comienza a enunciar desde su lugar-en-el-mundo.
¿Estamos asistiendo a un cambio de tiempo y sentido común dominicano? Yo creo que sí. Al menos esa es mi esperanza.