Era cosa del ayer pasearse por las calles de Santiago y quedar maravillado por la impecable limpieza de sus calles.

Recuerdo cómo las familias, después del café, barrían un tramo del frente de la casa, recogían la basura y la depositaban en latas, tanques o cualquier envase apropiado, lista para el camión de ornato del ayuntamiento.

Los camiones compactadores pasaban todos los días. (Siendo niño, nunca puedo olvidar que un día me encomendaron la tarea de velar para que los recogedores de basura del Ayuntamiento no se llevaran una bolsa plástica, bien resistente, conteniendo los desechos de la casa.

Por un descuido imperdonable estuve a punto de perder la “funda de material”. Me distraje y cuando vine a darme cuenta los obreros se habían llevado la basura con funda y todo. Entonces corrí como un poseso tras el camión, vociferando “¡ei materiai no,  ei materiai no, ei materiai no!”.

Mis amigos se cebaron conmigo. Cuando llegaba a los grupitos de la esquina, ese era mi recibimiento: “ei materiai no,  ei materiai no”).

Pues, aquella cultura de la limpieza se afincaba en la valoración del espacio público como una extensión de la casa, difuminando así la frontera entre lo privado y lo público.

La limpieza se respiraba en el aire. Y el aire limpio transportaba el aroma del café y el pan recién horneado. “Santiago, la ciudad más limpia del país”, nos repetíamos llenos de orgullo. Y era verdad.

Hoy en día, no obstante, hemos cambiado esos valores. Limpiar el frente de la vivienda no se concibe como una práctica de higiene comunitaria ni como un deber ciudadano. Si algún vecino reclama a otro por tirar la basura en la calle, se ha vuelto normal la respuesta: “eso le toca al ayuntamiento”.

Las plazas, parques, bulevares y rotondas, por otro lado, eran verdaderos espacios de encuentro y esparcimiento familiar. Los clubes culturales y deportivos se reunían, por ejemplo, en los parques. Los Boy Scouts, también.

La Tropa No. 49, a la que pertenecí, tenía como punto de reunión el Parque Fernando Valerio. El club del mismo nombre y la Tropa No. 70, también concurrían ahí.

Cada grupo ocupaba una parte de la rotonda del parque, donde una fuente de agua en el centro se iluminaba por las noches con luces de colores. Nadie interrumpía a nadie.

Los parques del Santiago de hoy son impenetrables. Están rodeados de una verja perimetral de hierro grueso, y con puertas pesadísimas. En ocasiones permanecen todo el día cerrados, dizque para evitar que los delincuentes entren y hagan de la suya.

Las rotondas desaparecieron. Los especialistas urbanos aseguran que éstas no son propias para las vías de una ciudad grande y moderna, porque obstruyen el tránsito.  Eso dicen. Imagínense el tono cuando pronuncian “una ciudad grande, moderna…”, pero sin atreverse a decir el otro calificativo apropiado, “y sucia”.

Sin embargo, es común tropezarse con un taller de mecánica en la acera. Mientras a los buhoneros de las calles principales el ayuntamiento los desaloja y no precisamente con cortesía.  

Todavía más, los restaurantes, bares y colmadones colocan sus mesas y sillas en plena calle. Pero seamos claros: eso sucede en las grandes ciudades del mundo: Paris, Nueva York, Barcelona, Buenos Aires, etc. Por las noches, sillas, mesas y manteles en todos lados. En el día, sin embargo, el entorno está limpio, como una casita de cristal.

La diferencia entre el resto del mundo y Santiago, está en la regulación transparente de la actividad lúdica y comercial por parte de las autoridades locales y nacionales. Cada establecimiento tiene conciencia sobre el destino que darán a los arbitrios o tributos pagados al gobierno.

¿A caso no es posible lograr que nuestros ayuntamientos regulen con transparencia esta situación?

¿Contempla La Agenda Cultural de Santiago, a presentarse el 11 de febrero, estudiar las razones de tal involución?

Santiago ya no es Santiago. Es una ciudad cualquiera.