Oh desdichado de mi! Haber visto lo que vi y ver ahora lo que veo.

Shakespeare (“Hamlet”)

Los moradores de todas las ciudades del mundo, sin importar la extensión de su área metropolitana y con la expresa finalidad de presumir de su cuna, acusan la tendencia a tomar prestadas frases acuñadas por literatos, historiadores, poetas o publicistas para utilizarlas como referencia indicativa de la excelencia, de la importancia del espacio urbano donde el azar determinó su lugar de nacimiento.

La Ciudad Luz, la Gran Manzana, la Novia del Atlántico, la Perla del Sur, la Serenísima y la Ciudad de la eterna primavera usados como sinónimos de París, New York, Puerto Plata, Barahona, Venecia y Cuernavaca respectivamente, forman parte de esta ciudadana propensión que en el mundo de los reclamos turísticos gozan de gran prestigio por las ensoñaciones que despiertan en sus potenciales visitantes.

Los oriundos de la altiva urbe cibaeña no escapan a esta mundial afición y es por ello que las expresiones la Hidalga ciudad de los 30 caballeros, el primer Santiago de América y la ciudad corazón  entre otros han conocido un gran éxito a nivel nacional, y con mucha frecuencia son empleadas por quienes están plenamente persuadidos que las mismas enaltecen y conceden prestancia a su natal proveniencia.  Últimamente se atribuyen ser la capital mundial del tabaco.

No conformes  quizá con los lisonjeros calificativos antes mencionados, suelen los santiagueros manifestar como un indicador de su progreso la frase Santiago quien te vio y quien te ve.  Como demostración de su gran población y pujanza el término más que Santiago gente y como muestra de la importancia que tiene la ciudad en los destinos nacionales se acostumbra el dicho Santiago es Santiago.

Todos estos raptos bautismales propios a cualquier comunidad orgullosa y satisfecha de su pasado, resultan de difícil verificación si visitamos Santiago en los actuales momentos, como comprobé cuando apremiado por asistir a la exposición de APECO  en el Centro León le dispensé una breve estadía la cual se convirtió en una sucesión de espantos al deambular por las calles de su llamado casco histórico.

Debemos previamente consignar que estas poéticas, históricas y populares expresiones están aplicadas al Santiago que tenía por límite oriental el Monumento y la Junta de los dos caminos; por el oeste el río Yaque; por el sur Bella Vista, Pastor y Nibaje y por el norte el campo de aviación y Cuesta Colorada.  La parte céntrica o sea el denominado downtown estaba inscrito dentro de los contornos antes citados.

Aprovechando algunos días de la semana santa retropróxima me desplacé hacia la localidad sede de las Águilas Cibaeñas asistiendo junto a la familia al conocido ritual de visitar siete iglesias para apreciar los denominados monumentos y a la vez darme un par de vueltas por los históricos lugares que antes caracterizaban el centro de la ciudad.

Argumentándose que la remodelación de la iglesia mayor exigía para su mejor avistamiento un desbrozamiento de las zonas aledañas, la actual sindicatura dispuso la eliminación y poda severa de algunos árboles del parque Duarte con tan mala fortuna que su floresta parece haber experimentado una pelada caliente agrediendo con ello la susceptibilidad de la población.

Hace unos años publiqué en las páginas de este periódico on line un artículo titulado “Santiago, una ciudad sin recuerdos de sí misma” donde destacaba el derribo de numerosas edificaciones y viviendas patrimoniales depositarias de las más rancias tradiciones de la cultura santiaguera, y que la continuación de esta destructiva práctica nos iba a dejar huérfanos de recuerdos.

En la actualidad la demolición inmobiliaria se ha intensificado con el agravante de que los nuevos Eróstratos únicamente dejan como testimonios de su devastación la fachadas de las mismas –todas las paredes interiores y el techado son eliminados- ofreciendo una parte de la ciudad el aspecto de esos pueblos del oeste americano que con intenciones fílmicas y de recreación solo se les construye el frontispicio.

La sociedad santiaguera –a pesar de las voces disidentes –parece no tener conciencia patrimonial y a la vez revela un escaso nivel de civilización al no preservar sus bienes urbanos. Ignora talvez que la coexistencia en una ciudad de patrimonios procedentes de diferentes épocas le otorga al espacio urbano un significado más rico y perdurable.  Aunque el precio en metálico de una edificación pertenece al dueño su valor artístico le pertenece a la sociedad.

Hace unos años pensaba, que al igual que San Juan de Puerto Rico, ciudad de Panamá, Campeche, Barquisimeto o Guayaquil, el downtown de Santiago iba ser objeto de un proceso de gentrificación es decir, que sus viejos inmuebles serían remozados, respetando desde  luego su estilo, estableciéndose en ellos galerías de arte, hostales, salas de exposiciones, boutiques y agencias de turismo, ya que no es posible proteger un patrimonio al que no se le da uso.  Cuán equivocado estaba.

Desde su inauguración en el 1953 el hospedaje  Yaque ha representado por su fetidez y suciedad los intestinos, las ingles de la ciudad y como si el mismo fuese un carcinoma incontenible, en los presentes momentos ha hecho metástasis en todo el casco histórico no pudiéndose circular por sus aceras por el enorme número de buhoneros que en ellas ofertan sus baratijas y cachivaches.  Está convertido en un inmundo bazar.

Las grandes tiendas de antaño han desaparecido y en su lugar cada una de sus antiguas puertas se ha mutado en un puesto de venta de las más  heteróclitas mercancías cuyo inventario lo dejo a la imaginación de los lectores. Si bien el perifoneo –las molestas guagüitas anunciadoras – ha casi desaparecido, la contaminación sónica sigue torturando a la ciudadanía por la elevada cantidad de vendedores de CD  fijos o ambulantes.

A estas penurias hay que añadirles el aposentamiento masivo en la zona de la jocosamente denominada por el Ing. Pedritín Delgado como la fatalidad semoviente.  Nos referimos a los miles y miles de haitianos que a titulo de quincalleros o moviéndose de un lugar a otro  han invadido en más de un 80% el espacio físico del centro de la urbe cibaeña y desparramado por los barrios de  la periferia.

Cualquiera que ingrese en esta área cree encontrarse en Ouagadugú, Mombasa, Tombuctú, Yaundé, Cotonú u otra ciudad del áfrica negra, reforzando su convicción el escuchar escasamente el idioma español, olfatear los sazones típicos de la culinaria subsahariana o avistar el amontonamiento, la aglomeración tribal  característico del continente sepia.

Salvo la plaza Valerio, los alrededores del Monumento y otras que no recuerdo, casi todas las intervenciones destinadas a la restauración o embellecimiento de lo que aún están en pie han sido desdichadas, y el contemplar las horribles carabelas del parque Colón, el “hermoseamiento” del antiguo puente Yaque y el adefesio frente al cementerio municipal de la 30 de marzo es una invitación a la náusea y el vómito.

El río Yaque  que a su paso por Santiago mostraba un poderoso caudal que hacía pensar en su atlántica ambición, en los actuales momentos parece el desagüe de una industria, el drenaje de aguas albañales, no sirviendo en lo absoluto de tema de inspiración para  ningún compositor, pareciendo desmentir lo que Juan Antonio Alix y Juan Lockward habían escrito sobre sus verdes y abundantes aguas.  Destino parecido han corrido el río Colorado en USA, el Amarillo en Chino o el Indo en la India por su sangrado a través de canales de riego o construcción de embalses con fines energéticos.

Se dice que fue el exdirectivo aguilucho Ing. Juan Sánchez Correa quien descubrió la magnífica voz del joven Lope Balaguer cuando éste cantaba  montado en un tubo sobre las aguas del torrentoso Yaque del Norte. Desgraciadamente descubrimientos de este género no podrán hacerse ya en esta vía fluvial cuya actual anemia hídrica no permite siquiera la sustentación del más diminuto salvavidas.

Desafortunadamente el centro de la ciudad se ha metamorfoseado en una cloaca a cielo abierto- al igual que algunas barriadas del extrarradio – y cuando un nostálgico como el autor de este trabajo deambula por el mismo, es muy posible que se diga en silencio aquella expresión atribuida a Francisco Prats Ramírez al enterarse de que un malhechor como Trujillo se postulaba para la Presidencia de la República.  Se dijo: No puede ser.

En el viejo Santiago es prácticamente imposible hacer una peregrinación proustiana en busca de los años perdidos de la adolescencia debido entre otras cosas a que es un lugar preñado de ausencias y  horrorosas presencias: la bella edificación donde inició la PUCAMAIMA es hoy un vulgar parqueo, el edificio de la Tabacalera en estado de ruina y abandono y de la magnífica casa de José Bojos solo resta la fachada.

En los años del Camelot combatíamos el aburrimiento ingresando a los cines existentes en el centro histórico como el Colón, Apolo, Odeón, Víctor o Jardín. Todos están hace tiempo cerrados y reconvertidos, y al pasar frente a sus antiguos locales pensamos con nostalgia cuando en medio de las películas avisábamos en voz alta al bueno del enemigo que estaba a sus espaldas sin darse cuenta; respondíamos con rabia a las amenazantes palabras del malo y aplaudíamos cuando salía un paisaje o monumento conocido. Qué tiempos aquellos.

Para los artistas en general y los arquitectos en particular el casco urbano de Santiago es una pesadilla estética, y si históricamente la ciudad sigue siendo el primer Santiago de América no existe duda posible que su primogenitura no enorgullece a sus residentes que conozcan a su hermana homónima en el continente, o sea, a Santiago de los Caballeros de Guatemala (o Antigua) donde se ha respetado el viejo patrimonio y goza de un reclamo turístico mundial.

Durante la realización de esta visita durante la semana santa me expliqué el porqué los dos grandes custodios de la ciudad, el pico Diego de Ocampo y el Monumento, estaban siempre cubiertos por la neblina en las primeras horas de la mañana. Ambos, y desde luego este último no querían ser testigos presenciales de la galopante degradación del patrimonio inmobiliario que está ocurriendo a los pies del mismo.

No debo omitir que estoy de acuerdo en que todas las ciudades deben modernizarse, renovarse y rejuvenecerse pero no sacrificando sus inmuebles más representativos o llevando a cabo un supuesto embellecimiento que ofende la inteligencia y el buen gusto – ese final de la calle General Cabrera y la primera remodelación de la iglesia mayor- que comprometen seriamente su atractivo a nivel del imaginario colectivo.

También debo subrayar que no  han sido los búlgaros, letones, suizos, indonesios o brasileños los responsables de los desaguisados cometidos en el centro de Santiago sino sus mismos habitantes, tanto por su desidia o indiferencia ante los atropellos urbanos o por la escogencia cada cierto tiempo de unas autoridades locales interesadas más en la satisfacción de sus delirios personales que en la administración del municipio.

De proseguir la mandarria y la piqueta su devastadora misión de demolición, las futuras generaciones de santiagueros, al no encontrar testimonios inmobiliarios en calles y avenidas de la ciudad pensarán con razón que aquellas que les precedieron no edificaron nada que desafiara el paso del tiempo, nada que fuera del gusto de la posteridad y sobre todo, que los actuales inquilinos fueron los sepultureros de su pasado, los verdugos de su hidalga ascendencia.

Para concluir y en honor a la verdad confesaré, que cuando el autobús giró en la Circunvalación para tomar la autopista Duarte, mirando con fijeza al Monumento recordé aquellas tristes palabras de despedida dichas por el santiaguero Pedro Francisco Bonó a raíz del asesinato de Pepillo Salcedo. Esto exclamó: Santiago mi ciudad querida nunca más pisaré tus calles si no hay sanción y castigo por este crimen.  Y jamás retornó permaneciendo hasta su muerte en San Francisco de Macorís.  Esto recordé por haber visto lo que vi en su casco histórico, aunque desde luego no creo ser tan pesimista como este célebre compueblano reconocido por su realismo crítico.