SANTIAGO – Diecinueve muertos e innumerables heridos. Media docena de estaciones de metro atacadas con bombas incendiarias. Cientos de supermercados destrozados y saqueados. La sede central de la compañía distribuidora de electricidad más importante del país afectada por un incendio. Una ciudad de casi siete millones de habitantes paralizada. Después de declarado el estado de emergencia, soldados patrullan las calles y hacen cumplir un toque de queda.
¿Cómo pudo llegar a esto Santiago de Chile, la ciudad más rica del país ampliamente considerado el más próspero y respetuoso de la ley de América Latina? Y ¿qué nos enseñan los eventos recientes acerca del descontento de la ciudadanía y del potencial de violencia en las sociedades modernas?
La verdad es que no podemos tener certeza. Todo sucedió con una rapidez vertiginosa. Y, pocos días después de la violencia, llegaron las demostraciones pacíficas. El viernes pasado, un millón 200 mil personas marcharon por el centro de Santiago, la protesta más grande desde las que contribuyeron a remover al general Augusto Pinochet del gobierno hace 30 años.
La explicación más común es que el alza del 3% en las tarifas del metro hizo que explotara la indignación pública causada por el aumento de precios y por la extrema desigualdad. En un sentido esto debe ser cierto: la gente contenta, con ingresos suficientes, y que se siente tratada de manera justa, no saquea ni protesta. Pero como explicación sobre la cual basar cambios de políticas, este relato estándar corre el riesgo de ser simplista.
Partamos por el aumento de precios. Sí, Chile tiene una historia de inflación. Y sí, porque es más próspera, Santiago es más cara que la mayoría de las ciudades latinoamericanas. Sin embargo, en los últimos doce meses la inflación en Chile solo llegó al 2,1%. Y el respetado Banco Central chileno ha recortado reiteradamente la tasa de interés debido a que la inflación es demasiado baja y se encuentra por debajo de la meta.
O veamos la desigualdad de ingresos. Sí, para un país de ingresos medios altos, Chile es muy desigual. Su coeficiente de Gini (la forma preferida de los economistas para medir la disparidad de ingresos) en 2017 alcanzaba un elevado 46,6 (100 representa la desigualdad absoluta). No obstante, según el Banco Mundial, ese coeficiente ha venido cayendo sostenidamente desde el asombroso 57,2 de 1990, cuando Chile retornó a la democracia. La teoría de que el aumento de la desigualdad de ingresos es causa del descontento de la ciudadanía no calza ni con los datos ni con la realidad.
Para comprender las causas de un fenómeno social, uno siempre debe preguntar: ¿por qué aquí? ¿por qué ahora? Ni la inflación ni el aumento de la desigualdad de ingresos ofrece una respuesta satisfactoria.
Otros afirman que los chilenos están hartos con la intromisión de los mercados y el lucro en todos los aspectos de la vida diaria. Esta hipótesis también tiene un aire de plausibilidad. Los sondeos revelan un amplio descontento con las empresas privadas que proporcionan servicios públicos, desde el agua y la electricidad hasta los seguros médicos y la administración de los fondos de pensiones.
Pero los mismo sondeos también revelan insatisfacción con la calidad de los servicios que presta el Estado, ya sea en hospitales, clínicas o centros de atención de menores. Más de la mitad de los padres chilenos optan por enviar a sus hijos a escuelas particulares subvencionadas, aún cuando deban solventar un copago, a pesar de que existen escuelas públicas gratis de calidad comparable. Y, en 2017, una mayoría sustancial votó por el presidente Sebastián Piñera, un empresario multimillonario y apologista del capitalismo, cuya gran promesa de campaña fue la reactivación del crecimiento económico.
Entonces, ¿de qué se trata? ¿Por qué siguen protestando millones de chilenos, diez días después de que estallara la violencia?
Para empezar, Chile no es un caso aislado. En la última década, se han producido episodios semejantes en lugares tan dispares como Gran Bretaña, Brasil, Francia, Hong-Kong y Ecuador. Sea cual haya sido el gatillo inmediato local, la amplitud, la intensidad y a menudo la violencia de las protestas que siguieron parecen estar fuera de proporción con la causa inicial. El cambio social rápido alimenta tensiones y contradicciones en las sociedades modernas –incluso en las ricas y exitosas– que parecen situarlas a solo pasos del caos.
En Chile, un sospechoso obvio es el abuso por parte de los monopolios. Si bien la inflación general de los precios es baja, algunos de ellos –de gran importancia para los presupuestos familiares– son altos y van en aumento. Los regímenes regulatorios diseñados para asegurar la inversión en ciertos servicios públicos, por ejemplo, han dado a las compañías un margen de acción excesivo para mantener los precios altos. A su vez, los tribunales de la libre competencia encontraron culpables de colusión y fijación de precios a las cadenas de farmacias –y también a los fabricantes de papel higiénico, los productores de pollos y las empresas de buses interprovinciales–.
He aquí la paradoja. La colusión y la fijación de precios no comenzaron ayer en Chile. Pero hasta hace una década, las sanciones contempladas en la ley eran insuficientes y la entidad a cargo tenía pocas facultades y escasos recursos para investigar. Cuando cambió la ley, empezaron a surgir escándalos cada pocos meses, lo que aumentó la conciencia e indignación de la ciudadanía con respecto a las conductas monopólicas. Hoy día, la fijación de precios es un delito con pena de cárcel, y parece plausible que dicha conducta esté disminuyendo. Pero puede que estos mismo avances hayan contribuido a plantar las semillas de la ira pública.
El mercado laboral también es fuente de injusticias. La tasa de desempleo en Chile ronda el 7% y las remuneraciones han estado subiendo bastante por encima de la inflación. La mala noticia surge al analizar la estructura del empleo. Casi un tercio de la fuerza laboral trabaja por cuenta propia o en servicios domésticos, en muchos casos sin contrato formal ni beneficios. Entre quienes tienen un empleo formal, la mayoría trabaja con contratos de muy corta duración. Las tasas de empleo para mujeres y jóvenes se encuentran entre las más bajas de la OCDE. La discriminación abunda. Cientos de miles de mujeres jefas de hogar no tienen trabajo, mientras que millones de personas que hoy sí lo tienen, no pueden estar seguras de que mañana contarán con algún tipo de ingreso.
La lista de reformas que ayudarían a corregir esta situación –tales como implementar horarios de trabajo adaptables, modernizar el sistema de pago de indemnizaciones, facilitar el trabajo a jornada parcial, mejorar la capacitación laboral y promulgar legislación antidiscriminación realmente efectiva– resulta archiconocida. Es lo que ha dado resultados en otros países en circunstancias parecidas. Pero he aquí la siguiente paradoja: a medida que Chile se ha vuelto más democrático, han surgido los mismos problemas que abundan en las democracias avanzadas. Los insiders del sistema actual bloquean las reformas aprovechando su influencia política, y quienes se encuentran al margen del mercado laboral carecen de representación. Pocos son los políticos que hablan en nombre de una mujer joven sin trabajo, con dos niños, sin educación secundaria y que, en todo caso, suele no votar.
Lo ínfimo de las pensiones también contribuye a la sensación de fragilidad de la población. El sistema chileno de capitalización individual recibe aplausos en el exterior, pero la realidad es más compleja. Precisamente porque el mercado laboral no funciona bien, los chilenos jubilan con un promedio de menos de 20 años de cotizaciones. Y debido al brusco aumento de la longevidad (en sí un tremendo éxito del desarrollo), su esperanza de vida tras la jubilación es de 20 años o más. En este contexto, las pensiones solo podrían ser adecuadas si las tasas de retorno de los ahorros previsionales fueran enormes. Pero ocurre al revés: cada día disminuyen más, siguiendo la tendencia de las tasas de interés reales a nivel global. La pensión básica solidaria que reciben quienes carecen de ahorros, junto con un el aporte previsional solidario para quienes reciben pensiones muy bajas, alivian la crítica situación del millón 300 mil personas más vulnerables. Pero hoy la clase media está sintiendo cada día mayor presión en la medida que más y más personas jubilan bajo el sistema privado.
Y si bien la desigualdad de ingresos no ha empeorado, es muy posible que otras desigualdades se hayan hecho más patentes. Chile es parte del club de los países ricos de la OCDE, pero en muchos aspectos continúa siendo una sociedad tradicional en la que predomina el privilegio de clase. Los líderes empresariales y los ministros de Estado suelen provenir de un puñado de colegios privados de Santiago, especialmente cuando están en el poder los partidos de derecha, como sucede hoy. La elite con frecuencia parece vivir en un mundo propio. La semana pasada, Cecilia Morel, la mujer del presidente, describió el saqueo como una “invasión alienígena”.
Nada de esto es novedad. Pero puede que se haya hecho más dolorosamente evidente a medida que el país se desarrolla. En la generación anterior, pocos jóvenes del mundo popular asistían a la universidad. Hoy siete de cada diez estudiantes de la educación superior son los primeros de su familia en hacerlo. Luego de recibidos comienza la frustración: para obtener los mejores puestos, el desempeño académico es menos importante que tener el apellido “correcto” o los contactos adecuados.
La ira contra las elites abunda en Chile, pero el desprecio hacia la clase política es especialmente pronunciado. En 2018, el 70% de los chilenos creía que el país se gobierna para el beneficio de unos pocos grupos poderosos. Apenas el 17% y el 14% afirmaban tener confianza en el parlamento y en los partidos políticos, respectivamente.
Esto es relativamente nuevo. La alta estima en que se tuvo a los políticos civiles durante la transición a la democracia hace casi treinta años, dio paso a una creciente percepción de lejanía, y luego a una ola de escándalos en el financiamiento de la política. Hoy día, la ausencia de límites a la reelección y lo jugoso de las dietas parlamentarias (entre las más altas de América Latina), constituyen enormes focos de la indignación pública.
La falta de confianza en los políticos debilita las esperanzas de la gente en el futuro. Y la reciente desaceleración económica de Chile –en agudo contraste con las rimbombantes promesas de crecimiento hechas por Piñera– ha exacerbado el problema. Quizás fueron estas esperanzas truncadas las que hicieron hervir las muchas tensiones y contradicciones subyacentes en Chile.
En esta coyuntura el país tiene una oportunidad única para reescribir el contrato social y enfrentar de manera decisiva las fuentes de la ira ciudadana. Pero los riesgos son muchos. Uno es que los votantes concluyan que los logros de Chile han sido más ilusorios que reales y, por lo tanto, decidan desandar lo andado. Otro es que el actual clima de temor y división lleve al poder a un populista, como ha sucedido en México, Brasil y ahora Argentina.
En Chile, los sondeos ya muestran avances para populistas tanto de extrema derecha como de extrema izquierda. Si esta tendencia continúa, es posible que la agitación que sacude al país diste mucho de estar superada.
Traducción de Ana María Velasco