No he visto la película del Grinch, pero la idea de que alguien quiera destruir la navidad me parece excelente (y tentadora). Sé que esto no es nuevo, que Dickens imaginó al señor Scrooge, y que hay muchos, muchos, muchos, que piensan como yo pero se esconden –por prudencia– en el closet decembrino.
Imaginen todo lo que ahorraría (además del estrés y los sinsabores) la maltrecha economía familiar: ni arbolitos, ni esferas, ni adornos varios, ni festivales escolares ni, por supuesto, regalos. Al respecto, Germán Dehesa habla de uno circular: Aparentemente el homo-chilangus tiene la costumbre de obsequiar fruit cakes. De consistencia dudosa, viaja de casa en casa, abrazos y tequieros de por medio, hasta que, como el perro que abandonamos a las afueras de la ciudad, regresa a nosotros en un parpadeo. Obviamente, nadie en su (in)sano juicio se atrevería a probar ese pastel, que no pocas veces es un superviviente de navidades pasadas, sostiene el escritor. Dicha práctica, sospecho, se aplica a corbatas, libros, muñecas, carritos, blusas, suetercitos, etcétera, etcétera, etcétera.
Para estar a tono con los tiempos de la Cuarta Transformación, traigo a cuento una anécdota de la historia patria, de cuando se quiso cambiar a Santaclós por Quetzalcóatl: En un país nada lejano, había una vez un rey que no quería al gordinflón del trineo, así que habló con su ministro: Hay que acabar de una vez por todas con las influencias extranjerizantes. Qué idea tan brillante, respondió el subalterno « sin» lisonjas. Qué le parece si para deshacernos del fantoche ese, ponemos a Quetzalcóatl a entregar los regalos. ¡Magnifico alegato!, se oyó en el despacho presidencial. Volvamos a nuestros orígenes prehispánicos, además, por todos es conocido que el mentado Santa no es sino una treta publicitaria del refresco espantoso ese…
El héroe de la película patriotera fue Pascual Ortiz Rubio, al que le decían El Nopalito (¿por baboso y grandote?). Había sido elegido democráticamente por Plutarco Elías Calles. Qué la gente votó por José Vasconcelos, para eso estaba el dedo del sonorense que de tan firme puso a tres presidentes de adorno, por lo que no sabemos a ciencia (in)cierta, de dónde vino la idea de un Papá Noel reptilesco y emplumado.
La navidad de 1930 marcaría hondo en la infancia mexicana y cómo no, si recibieron de su padre Quetzaletcetera ofrendas y parabienes. ¿La leyenda cuenta que era más rubio que moreno; más barbado que lampiño; más del tipo Cortés que Moctezuma? Minucias. «Nuestra raza recuperará su antigua grandeza» dijo el Secretario de educación lleno de orgullo.
El hoy desaparecido Estadio Nacional vio cómo se erigía una pirámide a la mitad del césped. Desde allí iba a descender Quetzalcóatl. Las damas católicas, que recién habían sufrido el cierre de las iglesias (la Guerra Cristera estaba fresquita) pusieron el grito en el cielo, como si el panzón fuera parte del séquito de Belén; para contrarrestar su enojo, los intelectualoides de la época, comandados por un tal Diego Rivera hablaron maravillas: sabio, honesto, pacífico, bla, bla, bla. Incluso se revivió la teoría del padre Mier, aquella que aventuraba que Quetzalcóatl era el mismísimo Santo Tomás y que había llegado antes que don Hernando para introducir a los pueblos originarios en el cristianismo (esa peregrina hipótesis le costó la excomunión y el afecto de la fraternal Inquisición).
El veintitrés de diciembre de 1930 todo estaba dispuesto: la pirámide, los danzantes y las sacerdotisas aztecas, las damas de la caridad y hasta los Reyes Magos. Una vez que le rindieron tributo al dios mesoamericano, éste descendió las escalinatas y se puso a repartir obsequios a los niños olvidados de los orfelinatos. Previamente, el estadio a una sola voz había cantado el himno nacional y aplaudido el pomposo discurso del presidente. Al día siguiente (supongo) las primeras planas de la prensa eran puro adjetivo: glamuroso, espectacular, inolvidable, autentico, ejemplar.
«De los magos, de Santaclaus o de Quetzalcóatl, no puede haber regalo como éste: Refrigerador General Electric», se leía en un anuncio de aquellos días. Tristemente el auge nacionalista no alcanzó para las futuras navidades y ni siquiera don Pascualito pudo terminar su mandato. Dos años después, en 1932, cansado de que el Jefe Máximo no dejara de mangonearlo, le obsequió su renuncia.
Me hubiera gustado que el dios emplumado hubiera sido un buen aliado del Grinch. Yo mejor me voy a encerrar en mi cuarto: No estoy para nadie…