Cuando en una sociedad se cometen crímenes atroces y violentos, la gente común se indigna y encoleriza, y pide a gritos la instauración de la pena capital. Uno lo escucha por todas partes, incluso de gente estudiada y “civilizada”: “En este país hay que implantar la pena de muerte para que se acaban tantos crímenes”. Y uno lo entiende. Hay crímenes que revuelven el estómago, la gente se siente impotente y reclama soluciones extremas. Reclama la “mano dura”: “Aquí lo que hace falta es un Trujillo o un Fidel Castro”.
Pero los sentimientos y las emociones no deben imponerse a la razón. Una ley moral, racional, sancionada y universalmente válida para todos los ciudadanos, no debe depender de una reacción emocional, momentánea, así se base en el clamor de una multitud airada y dolida que clama justicia o venganza. Ni la irritación social, ni la indignación popular, ni la sed de venganza (que, en determinadas circunstancias, pueden servir a determinados fines políticos) son argumentos válidos para establecer o aplicar leyes racionales. Las demandas de justicia son plenamente legítimas, pero el “ojo por ojo” como norma de conducta y criterio legal es una aberración moral.
Las medidas punitivas extremas aplicadas por el Estado se convierten en otros tantos crímenes. Para castigar un asesinato, se comete otro. Un crimen horrendo se pretende “corregir y castigar” con otro crimen igualmente horrendo. El imperativo moral que pretende legitimar la pena capital es este: usted debe pagar con su propia vida por la vida arrebatada a otro. Pero este imperativo es absolutamente inaceptable en una sociedad y un Estado de derecho legítimos.
Quitar la vida al prójimo es la forma suprema de violencia: es el crimen cainita, el crimen de Caín contra su hermano Abel. Quitar la vida al prójimo que le ha quitado la vida a su prójimo no deja de ser un acto violento y criminal. Tan abominable es uno como otro. Es curioso: El castigo de Dios a Caín no fue quitarle la vida. Fue peor y más ejemplar: el destierro del Paraíso, la eterna errancia por el mundo, la maldición de su raza.
“Pero, ¿qué es lo que se debe hacer?”, se pregunta el anciano conde. Y a seguidas responde de modo sencillo: “Dejad de hacer lo que estáis haciendo”. La respuesta de Tolstói, que comparto a plenitud, es clara y firme: suspender las ejecuciones, abolir la pena capital.
Tolstói es un pensador cristiano que conoce bien la historia bíblica. En el Antiguo Testamento, en el libro del Levítico (24: 19-20), se establece la ley del talión, conocida también por la ley del “ojo por ojo y diente por diente”, que se remonta a los antiguos códigos babilónicos. Jehová habla a Moisés y le dice: “Y el que causare lesión en su prójimo, según hizo, así le sea hecho: rotura por rotura, ojo por ojo, diente por diente, según la lesión que haya hecho a otro, tal se hará a él”. Y a seguidas consagra la pena de muerte: “El hombre que hiere de muerte a cualquier persona, que sufra la muerte”.
Esta ley divina rigió durante siglos la vida del pueblo judío. En esencia, establecía un castigo de la ofensa mediante una pena del mismo tipo. Su principal virtud residía en que se trataba de una pena proporcional al perjuicio sufrido, que evitaba la sed de venganza y el castigo desproporcionado. Su mayor defecto consistía en que ordenaba suplicios tan horribles como la mutilación y la lapidación. Porque la pena no siempre era proporcional a la ofensa. La blasfemia o el adulterio, por ejemplo, se castigaban con la muerte por apedreamiento.
La ley del talión instituye la pena capital en la tradición judaica. En la tradición musulmana halla su correlato en la sharía (ley islámica), aplicada aún hoy en muchos países musulmanes. Sin embargo, el principio mosaico del “ojo por ojo y diente por diente” no es un principio cristiano. Cristo supera la ley mosaica, pero la supera asimilándola: “No penséis que he venido para abrogar la ley o los profetas; no he venido para abrogar, sino para cumplir” (Mateo 5: 17). En su lugar trae una ley nueva: la del amor y el perdón. Todos conocemos el episodio de la mujer adúltera, llevada a Jesús para ponerle a prueba. La ley de Moisés ordenaba apedrearla hasta morir. Jesús la perdona y desarma a sus acusadores con esta respuesta: “Quien esté libre de pecados, que tire la primera piedra”. Nadie está libre de culpa. Todos somos pecadores y culpables.
Jesús enseña el perdón y el amor al prójimo; Buda predica la compasión; Gandhi afirma la fraternidad universal y la no violencia. En ninguno de ellos hay lugar para la “ley del talión” como sistema de justicia. “El ojo por ojo acabará dejando ciego a todo el mundo”, solía decir el Mahatma. No lo olvidemos: Sócrates y Jesucristo fueron víctimas de la pena capital.