Fue el jueves 7 de enero de 2016, entre las 7:15 y las 8:00 de la noche, la última vez que vi a mi amigo Hamlet Alberto Hermann Pérez. Me recibió en su casa con sus chistes crueles, pero con el afecto, el abrazo y el calor humano que lo caracterizaron siempre.

Habíamos hablado más temprano por teléfono y me requirió que fuera por su casa a conversar un poco y para entregarme un libro que me había traído de su reciente viaje a México.

Abrir el cerrojo de su casa le dio más dificultad que nunca porque la parte interna se había dañado. Muñequeaba de afuera para adentro y yo aprovechaba para burlarme de él porque tardó más de lo normal para hacerlo.

Ya adentro, me presentó ante la señora del servicio en forma burlona al decirle: -“A este tipo no me lo dejes entrar aquí”, a lo que siguió una sonrisa y un abrazo que despejaron las dudas de nuestra gran amistad.

Cuando ocupamos asiento en el estudio donde habitualmente trabajó hasta el minuto fatal de su muerte repentina, me entregó un libro: “El bien común”, de Noam Chomsky. Yo a su vez le devolví una biografía de Raúl Castro escrita por un ruso que él me había prestado el año pasado y que tras leerla no había podido devolverle porque cada vez que iba hacia su casa, la Policía tenía un cerco para que los ciudadanos no protestaran al frente de la OISOE –que está al lado de su casa en la calle Moisés García- a tal punto que hace pocos días escribió un artículo reclamando que levanten el cerco a los vecinos del Palacio Nacional.

Nuestra conversación fue, como siempre de diversos temas, desde los proyectos, los trabajos, los amigos, los enemigos, la perspectiva del país hasta nuestras situaciones personales. De la salud no había que hablar porque era de acero tanto en él como en mí, salvo unas molestias en las rodillas que se iba a tratarse esta semana en La Habana.

Ana María Pellerano, su esposa, lo llamó –como habían acordado previamente- para juntarse en una actividad social donde ya ella estaba. Le pidió veinte minutos más para seguir hablando conmigo y luego salimos juntos de su casa, él hacia donde estaba Ana María, yo de retorno a la mía. Fue la última vez que vi a mi querido amigo Hamlet, el combatiente de Abril y Caracoles, el ciudadano coherente, el escritor que no publicaba sus libros antes de dármelos a “corregir”, el que me enseñó a preparar los índices onomásticos en forma rápida y muy bien, el primer hombre que me llamó a mi teléfono particular cuando se enteró que había quedado cesante en Listín Diario el 2 de diciembre de 2008 y me dijo: “Camarada, usted tiene en mí una retaguardia segura para lo que sea. Vamos a vernos porque quiero saber qué ha pasado”.

Tan pronto confirmé con una hija de Ana María que Hamlet había fallecido repentinamente el martes 19 de enero de 2016 mientras iba manejando su vehículo por el Malecón de la ciudad, me invadió la tristeza. Era un ser excepcional que me distinguió con su amistad y confidencia personal, la que nunca traicionamos.

Conozco algunos lugares precisos de la cordillera Central donde Hamlet estuvo sudado y hambriento con su fusil G-3 defendiendo las causas revolucionarias y a ellas volveré a rendirle homenaje, para recordarlo vivo y rebelde, un eterno guerrillero al que recordaré cada día.

Por fortuna nos queda Claudio Caamaño. Está saludable y es un hermano. Es el último eslabón de la guerrilla de Francisco Caamaño que fueron los últimos disparos de la dignidad de varias generaciones de revolucionarios.

Hamlet, en la tierra de tu último combate armado, te sembrarás para que algún día germinen como semilla, tus ideas y tu ejemplo de honestidad, sacrificio y firmeza. Si estoy, aunque sea en muletas, voy a ser consecuente con tu legado, en todo momento.

Saludos hermano Hamlet. ¡Habrá patria!