Quiero dejar aquí constancia de que tengo un tesoro de mujer, el único puerto seguro al que regreso cada día sin el menor temor. Todas las mañanas la besó justo al despedirme y me alejo en mi embarcación de pesca en busca de nuevas aventuras, en su mayoría -he de confesarles- amargas y cuajadas de tristeza. No sé por qué razón pesa tanto en mi caso el hecho de narrar historias lúgubres y de oscura densidad, pero lo cierto es que no puedo controlar esa tendencia que vive en mi interior.

Me gustaría ser como mi vecino. Un hombre simple al que no afecta jamás la menor preocupación existencial. Él y yo nos encontramos con frecuencia cuando subimos o bajamos las escaleras del edificio en el que vivimos. Nuestra conversación se reduce, en cada una de esas ocasiones, a un breve y sencillo diálogo.

– ¿Qué tal vecino? ¿Cómo le trata la vida?

– Muy bien –me responde él siempre con idéntico tono.

No cruzamos más palabras. Invariablemente él levanta su mano derecha en señal de saludo cómplice y se pierde en el siguiente escalón, manteniendo por breves segundos como congelado ese austero gesto sin añadir nada más. Repetimos el mismo acto en cada nuevo encuentro sin alterar ni una sola letra de nuestro guión. Llevamos ya seis años "improvisando" con rigurosa exactitud la escena.

Una vez y por simple curiosidad, hice una pregunta distinta, sorprendente, inesperada. Perdió el equilibrio. Dio un terrible traspié en el siguiente peldaño y pasó varios días sin dirigirme la palabra. Él es un hombre programado para repetir fielmente reflejos condicionados, hechos reiterativos y sólidamente aprendidos. Sin dudarlo ni un instante puedo confirmar que mi vecino es un buen tipo. Un personaje agradable y nada conflictivo, con quién puedo convivir los próximos seis años, sin tomarme la molestia de cambiar una sola palabra en nuestra rutina. Sin añadir una sola coma que modifique nuestros inalterables diálogos de escalera.