Las prioridades del país no se limitan al ámbito de la economía. Se dan también con idéntica importancia en el campo del debate, impunemente estridente. Ni la discusión pública de los asuntos más baladíes se salva de este peculiar estilo nuestro de enfocar los temas. Si al parlamentar no se observan  las normas de la cortesía y el buen trato al más alto nivel, nada bueno podrá esperarse en las demás esferas.

El ruido ensombrece el diálogo y aleja todo intento de acercamiento. No se va a una mesa de negociación para hallar fórmulas de convivencia o facilitar acuerdos. Peor aún, se discute sobre la base de los desacuerdos existentes sacando de agenda los puntos que aproximan. A la primera señal de diferencia  nos levantamos de la mesa.

Mientras Estados Unidos bombardeaba Hanoi y el Vietcong atacaba a Saigón, Henry Kissinger y Le Duc Tho negociaban un acuerdo de paz en París, que les valió finalmente a ambos el Nóbel de la Paz. Ninguno de ellos se retiró del esfuerzo porque sus ejércitos se mataban en el campo de batalla. La paz era el objetivo fundamental y no cesaron hasta encontrarla. El caso es el mejor de los ejemplos de cómo interponer la buena voluntad a la intolerancia y la violencia. En nuestro país es frecuente que la parte reclamante plantee más puntos de los necesarios por la vieja y estúpida creencia de que así cederemos en cinco para alcanzar los otros seis que nos hacen falta.

Los partidos, asociaciones y sindicatos agregan temas extra-nacionales, ajenos a la voluntad nacional, cuando negocian con los gobiernos, en clara indicación de que poco les importan los resultados. Así al reclamo de aumento salarial, rebaja en los combustibles y mayor presupuesto para la educación, no resultaría extraño escuchar cosas tan absurdas como el retiro de las tropas estadounidenses de Irak, el cierre de la base de Guantánamo y la salida de Israel del Golán. Y no exagero.