Semblanza

El connotado abogado, antitrujillista, médico y escritor puertoplateño doctor Sebastián Rodríguez Lora ha dicho del profesor Martínez:

“Para Rufino, ser escritor fue siempre, entre otras posibilidades, una contingencia radical, como la de ser maestro, ambas sentidas como un a priori y confirmadas luego por una larga y rica realización.

“Rufino Martínez, el maestro, pasó veintitrés años recluidos en las aulas magistrales. En ellas y durante ese tiempo se incubó el escritor que Rufino quiso y decidió ser por edicto volitivo, por un fiat poco común en los anales de la literatura. Cualquiera puede decidir ser escritor, o ser genio, u otras entre muchas cosas, pero entre decidirlo y efectivamente llegar a serlo media un abismo. Y como era de esperar, la florescencia de esa vocación voluntaria le tomó a Rufino largo tiempo. Sonaba en su reloj sidéreo la hora sexta cuando el escritor se reveló por sus frutos.

“Los que fueron sus discípulos conservan del Maestro Rufino imborrable memoria. Yo no fui su discípulo, pero lo fui de maestros que  trabajaron bajo su dirección, allá en el Asilo Viejo. Entre otros, mi siempre recordada y siempre venerada doña Gloria Marión. Recuerdo a Rufino cuando pasaba por los corredores del plantel, crujiente el raído piso bajo sus pies, o cuando entraba de observador a las aulas, mudo como una sombra o airado como un relámpago. Daba pavor su presencia. El otro día, aquí en mi pueblo, escuché a uno de sus discípulos llamarle “el déspota de las aulas”. Invirtiendo el índice calificativo en descargo de Rufino, hay que decir que la severidad en virtud cardinal del auténtico maestro. Y otra ocas, en Rufino la severidad era destilación de hondas y lacerantes amarguras.

“La vida es un drama. En los individuos quienes lo es en plenitud, el drama se desarrolla en el alma del personaje, y la trama circula, como la sangre, por cauces secretos, intranscendente. Por eso la biografía es un género de enorme dificultad, de calado epidérmico casi siempre, incluso en muchos maestros de la biografía. Así fue la vida de Rufino, drama superabundante, y aun inédito.

“El prisionero de  las aulas que fue Rufino se convirtió en siervo de la pluma. Con esa mutación, cambiaba simplemente de encierro solitario y voluntario, fiel  a la vocación de soledad  que fue el signo inexorable de su vida. Porque Rufino fue, sobre todo, un caso eximio de vida como soledad, que es privilegio y síntoma de auténtica intelectualidad.   Rufino Martínez cumplió, además, el requisito que según Ortega Gasset es esencial para merecer el calificativo de intelectual. Como tal, es rara avis en la fauna de nuestros obreros de la mente. Ese requisito es desentenderse de cuanto no sea, por definición y por convicción, en sentido estricto, intelectualismo, ni ponerse al servicio de nada que no sea puro menester intelectual. Y Rufino fue, juzgado con ese riguroso criterio, un intelectual pura sangre. Es su gloria máxima y definitiva. La política no le doblegó jamás, a pesar de que hizo gravitar sobre él abrumadoras prisiones. El dinero no lo entusiasmó. La vanagloria le dejó siempre frío. Rechazó honrosas afiliaciones. Fue firmemente fiel a sus afanes intelectuales, a sus creencias de iconoclastas y ortodoxo.

“Descontados los años que dedicó a las faenas del magisterio—de un magisterio ejercido en retraimiento monacal—toda su vida se la pasó escribiendo desde la penumbra recatada de su soledad. Oblicua la pluma sobre el surco que iba labrando, Rufino escribió incesantemente, dolorosamente consciente de que la  vida es corta, de que los días del hombre están contados, y como temeroso de que los suyos no le dejaran terminar su obra.

“Para mi gusto, su obra principal, por el enorme y difícil esfuerzo de investigación y recuperación de datos que requirió, es su Diccionario Biográfico—Histórico Dominicano. Descontando lo que tiene de erudición, de retórica de datos, y el apasionamiento, digamos la tangencialidad con que están escritas la mayoría de las fichas biográficas que lo componen, y pasando por alto el estilo—un estilo de largas, laberínticas frases bradicárdicas que dan a veces al lector la sensación de haberse perdido en una selva dialéctica el Diccionario es una obra monumental. Es una fuente de grueso caudal, entiéndase, de datos brutos, porque Rufino, como todos nuestros llamados historiadores, cuando escribe historia se limita a narrar hechos sin exprimirles su sentido, sin sacar su moraleja y su articulación dramática. Y los hechos, aún lo más elementales, son ininteligibles si no les abrimos las entrañas para extraer sus logros  Pero no hay duda de que los futuros filósofos o exegetas de nuestra historia tendrán que recurrir a ese Diccionario como a un libro de cabecera para su labor.

“Como primera construcción valorativa, el Diccionario es una gigantesca mole de hechos cuya mera recolección presupone voluntad y paciencia de benedictino. No importa si no está organizado en orden anatómico, no importa si lo que dice no calma nuestro deseo de claridad, nuestro apetito de conclusiones. Lo que importa es que es un punto de partida y de apoyo para la comprensión de los personajes que ayer y anteayer escribieron con sus vidas nuestro hoy, que es materia prima para una exégesis largo tiempo esperada—todavía esperada—del drama de nuestra historia como grupo nacional.

“Rufino es caso insólito de un hombre que decide su destino. Decidió ser maestro, y decidió ser escritor, más erudito que escritor. Claro está, esas decisiones presuponen una necesidad íntima, una predisposición, o para decirlo con la palabra consuetudinaria, una vocación. 

“Rufino Martínez fue un sentido, y como tal, un taciturno y un misántropo. ¡Cómo no iba a serlo en aquel ambiente hostil y estrecho de mi pueblo en sus días formativos! Ambiente de compartimientos estancos, de celdillas in comunicantes, herméticas, en que se nacía adscrito a un destino para siempre, como la piedra, como el vegetal, sin posibilidad de auténtica evasión. El destino era la cuna, sin esperanzan remedio, y la cuna era el sepulcro de los vivos. Como los vagones de ferrocarril en los trenes anacrónicos, el destino individual estaba dividido arbitrariamente en clase, y no se pasaba fácilmente de una clase a otra. Resabios aldeanos, que se dieron y se dan en todas partes, no sólo en mi pueblo.

“Rufino “llevó una existencia abstracta, y nunca pudo arrojar un trozo de auténtica carne viva a los colmillos puntiagudos de su intelecto”. Un día se exilio de mi pueblo. Se fue buscando un escenario mayor, mejor acústico. Lo encontró en parte, pero no logró que el nuevo escenario, el de las piedras viejas, le mostrara más comprensión, y más compasión, que el de su pueblo. Su inexorable calvario no terminó con el exilio. El mismo lo confesó así a Emilio Rodríguez Demorizi.

“Irónicamente, el ambiente que lo repudió a él y a otros muchos de su clase lo reclama y lo proclama hoy como a uno de sus mejores hijos. El tiempo, a la larga, siempre da la razón a quien la tiene, aunque no guste a quienes tienen mentalidad de vagón de ferrocarril”. (Sebastián Rodríguez Lora. Estampas de mi pueblo, 3ra. Edición, aumentada. Santo Domingo. Editora Alfa & Omega, 1992, páginas 261—264).