Siento una gran simpatía por Rubirosa. Antes de que me critiquen, debo aclarar que la misma ha evolucionado a lo largo de los años. Es cierto que mientras viví en nuestro país, mi admiración era la admiración de los éxitos del macho dominicano: Sus proezas con las mujeres, su vocación de vago, su canchanchanería con los miembros del Jet Set, su vida llena de aventuras…
Con los años mi percepción de Rubirosa ha cambiado, sobre todo en su relación con las mujeres. Es verdad que jugó con ellas, que las utilizó como objetos, como escaleras para llegar a sus fortunas. Pero es también cierto que muchas de ellas también lo trataron como objeto. Doris Duke, su tercera esposa, por ejemplo, pagó a Danielle Darrieux, su segunda, varios cientos de miles de dólares para que se divorciara, facilitando así su matrimonio. Es cierto que Rubirosa era considerado un “semental”, pero pasar de la metáfora al hecho, comprarlo como un caballo de paso fino, fue igualmente reprochable.
Demos al césar lo que es del césar.
Siento todavía una gran simpatía por Rubirosa. Pero una simpatía diferente. Una simpatía triste, llena de lástima. La simpatía que siento – lo he dicho antes – por toda figuras trágicas. Las célebres, las brillantes como; Van Gogh, Charlie Parker o Edgar Allan Poe; las mediocres, las grises, las sosas, como Miguelito Vargas Maldonado.
La vida de Rubirosa fue una tragedia. Rubirosa trató de endulzar con sus aventuras una vida quién sabe por qué amarga. Acaso quiso prolongar indefinidamente su niñez de benjamín consentido; acaso quiso compensar las paperas que lo dejaron estéril para siempre o su vida gris en un pueblo de provincia.
Todo lo que Rubirosa tuvo se lo debió a los otros: A sus mujeres, a sus enllaves, a Trujillo. Cada vez que Rubirosa intentó algo por sí mismo, fracasó miserablemente: Ni rescató aquel tesoro español del fondo del Atlántico ni pudo rodar aquella película de vaqueros ni pudo publicar su biografía ni pudo hacer levantar – para su beneficio -el embargo a la república trujillista. No pudo ni siquiera convencer a Zsa Zsa Gabor, la única mujer, aparte quizás de Odile Rodin, de la que se asfixió, que se casara con él.
Es cierto que mientras duró su buena suerte disfrutó de una vida agradable. Pero la buena suerte se le acabó junto a la juventud. Rubirosa fue, de repente, víctima del fucú más azaroso: Perdió la amistad de Ramfis Trujillo, parte de su fortuna y , sobre todo, su “trabajo” de diplomático. Es cierto, además, que a Balaguer no le faltaban razones para cancelarlo: Al parecer, Rubirosa estuvo involucrado en un asesinato político en Nueva York, en la venta ilegal de pasaportes a judíos que huían de Hitler y en el tumbe a un traficante de joyas… A pesar de ello, Rubirosa tuvo mala suerte. Si hubiera vivido en nuestros días, todavía seguiría “trabajando”, a pesar de ser una botella.
Demos a césar lo que es de césar.
Mucho se ha escrito sobre la posibilidad de que Rubirosa se suicidara. Eso nunca se sabrá. Pero yo creo que sí. Rubirosa murió inmediatamente después de que su equipo de Polo ganara un reputado campeonato. Imagino que se dio cuenta de que ni ese premio ni esa copa llenarían el vacío que no llenaron ni sus mujeres ni sus caballos ni sus carros ni sus aviones ni sus palacios ni sus armarios llenos de ropa elegante. Imagino que se sintió miserable cuando Odile Rodin se negaba a no ponerse la ropa que él consideraba demasiado provocadoras o a llevar el peinado que a él le gustaba (pero a ella no) o cuando se le perdía en Río de Janeiro y aparecía rodeada de hombres tan atléticos y tan seductores como lo había sido él varias décadas antes. Imagino que sentía cada vez más esa miseria que le hacía cantar, acompañado de su guitarra, “No soy más que un chulo”, cuando estaba borracho.
In vinus, veritas.
Creo que Rubirosa se suicidó. Mientras manejaba aquella mañana de julio, aquella mañana en la que, al otro lado del océano, los verdaderos hombres resistían el asedio de los americanos, mientras manejaba su Ferrari por ese Bois de Bologne que se llenaría décadas después de cueros y trasvestis, mientras se dirigía hacia el árbol que le quitaría la vida, no iba en dirección de su casa, en el pueblito de Marnes-la-Jolie, iba en sentido opuesto, hacia París. Nadie ha podido explicar nunca el porqué. Acaso se dio cuenta de que para él todo estaba perdido. De que ni su matrimonio feliz con Odile Rodin podía llenarlo. De que la farsa había terminado.
A pesar de ello – o precisamente a causa de ello – siento una gran simpatía por Rubirosa. A pesar de que no hay una placa que indique donde hizo chocar su Ferrari, he transitado por l’Allée de la Reine Margaritte lleno de congoja. La misma que sentí cuando me detuve frente a su hôtel particulier de la rue de Bellechasse que de sede de las más ardientes parrandas se ha convertido en la fría residencia de función del ministro de la educación francés. La misma que sentí cuando lo hice frente a su penúltima morada, ese caserón de la rue Schumblenger que hoy se cae a pedazos (y que, hasta donde sé, está en venta. A lo mejor algún de nuestros billonarios admirador se anima a comprarlo, ahora que se cumple medio siglo de su muerte). La misma, en fin, que sentí cuando visité su última, la tumba sobria ubicada en el rincón más solitario del cementerio de Marnes-la-Coquette, la mas cercana a la Forêt de Fausses-Reposses (Bosque de los falsos reposos), que circunda al cementerio.
Así me alejé, lleno de congoja, esperando que su reposo fuera por fin verdadero.